Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez-Villegas

Abogado

Jueces y poder

Jueces y poder Jueces y poder

Jueces y poder

Tristam Shandy es un personaje injustamente poco conocido. Protagonista de una delirante -y extravagante- obra que, aunque viera la luz a mitad del siglo XVIII de la mano de un clérigo irlandés, Laurence Sterne (La vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero), sigue siendo hoy una novela moderna y divertida, capaz de sorprender -al límite del pasmo- al lector del siglo XXI. En ella, Sterne, juega constantemente contra lo solemne; haciendo uso -para ello- de un humor desvergonzado que bebe, entre otras, en las fuentes cervantinas, renunciando al progreso lineal de la acción. Tan es así, que, el protagonista, narrador omnisciente, apenas habla de su vida, enredándose en digresiones, jocosas e inesperadas, y centrándose, principalmente, no en su existencia sino en su concepción, sus antecedentes familiares y su propio nacimiento, en un puzle de apariencia caótica y con una técnica narrativa originalísima y desconcertante.

Espíritus como estos, inquietos, innovadores, nacidos en el seno de una sociedad civil dinámica, que anticipan la luz de la Ilustración, son el humus sobre el que las sociedades europeas van construyendo, históricamente, las condiciones precisas para el surgimiento de las democracias liberales. En este hábitat se ha desarrollado la consecución de nuestros derechos y libertades, que creemos inmarcesibles.

Las democracias liberales -como la nuestra- arrastran una situación de crisis que han venido a acentuar los embates históricos recientes, dejando al aire sus vergüenzas. Podríamos dejarnos llevar por nuestras justas y particulares indignaciones y pensar, eludiendo pausadas reflexiones, que se lo tenían merecido. La comunidad política que formamos todos los españoles ha visto alimentado su pesimismo endémico por un encadenamiento de desatinos que han ido aumentando la desafección de los ciudadanos hacia la política y los políticos. No es nuevo ese sentimiento tan español, teñido de negatividad y tragedia que ha empapado la realidad y la propia especulación ideológica. Si hoy nuestros lúcidos y sabios Quevedo, Azorín, Pérez Galdós, Unamuno o Machado publicaran las críticas que prodigaron a sus contemporáneos rectores de la nación, podríamos perfectamente entenderlas referidas a nuestros políticos de hoy.

Los populismos han golpeado, con saña, las instituciones usando las armas de la emoción, mientras ridiculizaban la rigidez y la previsibilidad de los actores políticos tradicionales, sumando en sus discursos muchos descontentos. Junto a ellos, la política tradicional, empeñada en la supervivencia de sus estructuras partidarias, por encima del interés común.

Nuestras instituciones necesitan oponer su robustez al asalto de los bárbaros agrupados en el limes que circunda nuestros derechos y libertades. Sin embargo, nos hallamos en manos de una clase política que, cegada de cortoplacismo y de un autodestructor egoísmo, es responsable de la generación de fracturas estructurales que comprometen la supervivencia del edificio constitucional, cuya coherencia asegura la división de poderes, amenazada por populistas, políticos de cortas miras y/o defensores de las "democracias iliberales".

En nuestro país se ha producido una prolongada degradación del órgano de gobierno de los jueces, gracias a una infausta modificación normativa de 1985, que estableció que todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial fueran elegidos por las Cortes. Ello favoreció su invasión por "políticos togados", contaminando -con la intromisión política- el ejercicio de sus tareas, que abarcan el gobierno del poder judicial: ascensos, destinos o decisiones disciplinarias.

Es evidente que poner exclusivamente en manos de los políticos la designación de aquellos que, cumpliendo con la tarea constitucional encomendada, pueden juzgar sus propias actuaciones parece un evidente error (y así lo han denunciado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o el Grupo de Estados contra la Corrupción -Greco-).

El atasco en la renovación del Consejo, presidido por el ruido de fondo de la lucha partidaria, no puede perpetuarse y ha de sustraerse de la ramplona pelea política y de la polarización. ¿Por qué no cambiar la ley actual? Piénsese que para ello son precisos 176 votos en el Parlamento, mientras que, para renovar el Consejo se necesitan 210. Esa reforma ha de excluir la intromisión política y el corporativismo. Hasta la fórmula del sorteo para designar a los miembros de ese Consejo podría valer.

Quizás habría que recordar las palabras de uno de los personajes de Sterne dirigidas "a los que gobernáis este mundo poderoso y sus poderosos asuntos con las máquinas de la elocuencia; los que lo calentáis y enfriáis, ablandáis y molificáis para luego volverlo a endurecer según vuestros propósitos", para pedirles que escuchen y comprendan que hay vida más allá de los cenáculos del poder.

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