Tribuna

Francisco núñez roldán

Historiador

Isabel II y el sentimiento monárquico

Orwell, en su reflexión sobre el futuro de Inglaterra, no planteaba que la monarquía fuese un obstáculo para alcanzar la justicia social o la educación para todos

Isabel II y el sentimiento monárquico Isabel II y el sentimiento monárquico

Isabel II y el sentimiento monárquico / rosell

Antes incluso de que tengan lugar los solemnísimos funerales por Isabel II, algunos analistas y tertulianos se han adelantado a comparar la fuerte personalidad de la reina con las debilidades del sucesor, el reinado que ha concluido con el que ni siquiera se ha iniciado. Y a pesar de la distancia que en todos los sentidos nos separa de Inglaterra, tal vez se preguntarán los españoles por la intensidad del sentimiento monárquico de la sociedad inglesa. Refiriéndose a la muerte y al reinado de Jorge V, que ocupó un cuarto de siglo, ya lo hizo Orwell en su extenso ensayo El pueblo inglés, publicado en 1947: "Una cosa de la que es muy difícil asegurarse es de la pervivencia en Inglaterra de un sentimiento monárquico".

Desde la ejecución de Carlos I y el autoritario Protectorado de Cromwell, ese sentimiento había fluctuado en función de las circunstancias. Para el lúcido escritor inglés, la reina Victoria, a pesar de su inicial impopularidad, convirtió ese sentimiento en un factor significativo de la política inglesa y continuó siéndolo en tiempos de grandes dificultades, especialmente durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, después de la abdicación de Eduardo VIII, tío de la reina fallecida, Orwell estimaba que era demasiado pronto para decir si la abdicación destruyó por completo aquel sentimiento, aunque le pareciera que le había asestado un duro golpe. El reinado de Isabel II ha desmentido aquella premonición. Porque el sentimiento acerca de la institución está ligado indisolublemente en Inglaterra a la personalidad de quien ocupe el trono. Y la reina ha sido durante todo su reinado el exponente máximo de lo que los espejos de príncipes de la Edad Media proponían: un modelo de virtudes morales y políticas.

Es razonable preguntarse, en ese sentido, qué esperaron los ingleses de su reina cuando llegó al trono en 1952. En Isabel II se han reunido todas aquellas cualidades que sus súbditos esperaban de ella: ejemplaridad moral, neutralidad política, profundo patriotismo, inquebrantable sentido del deber y de la responsabilidad por encima de ella misma hasta el día de su muerte, renuncia a la gloria personal en favor del Reino entendido como comunidad política a la cual representa como su cabeza. De ella se esperaba fortaleza y templanza. Esas virtudes se acrisolaron en los momentos más duros del annus horribilis, definido por ella misma con una humildad sin precedentes en un discurso memorable, que dejó al descubierto la fatuidad, la soberbia y la vanidad de los gobernantes y los críticos de turno. La imagen de la reina no se descompuso a pesar de los infortunios familiares porque entendió que la familia de un rey es su reino.

Su expresión siempre sobria, casi hermética, no ha sido más que el reflejo de un mandato de la tradición regia: que la solemnidad de la majestad real no es negociable ni tiene que someterse a la vulgaridad de los tiempos; es decir, que la monarquía se rige por reglas distintas a las de otras instancias de poder. En 1952, cinco años después de la publicación de aquel ensayo de Orwell, la reina Isabel II fue coronada. Dios le dio larga vida. Lograr que el sentimiento de afecto monárquico se haya extendido en el tiempo y en el pueblo tiene que ver con la coyuntura histórica vivida desde entonces por los británicos y, muy especialmente, con la personalidad de la monarca que se sentó en el trono siendo una jovencísima princesa. Una joven que entendió desde sus inicios qué esperaba de ella el pueblo inglés. Sin un profundo análisis previo y un conocimiento heredado que diera lugar a una respuesta adecuada a las circunstancias históricas, no era posible conservar el trono y la dignidad real. Pero ella lo consiguió con la misma tenacidad que caracterizó a la reina Victoria.

A pesar de su probado socialismo, de su apuesta militante por la igualdad en un país de fuertes diferencias de clase, Orwell, en su reflexión sobre el futuro de Inglaterra, no planteaba que la monarquía fuese un obstáculo para alcanzar la justicia social o la descentralización o la educación para todos, pues no esperaba de ella que solucionase esos problemas. A la hora de conseguir esos fines, la forma de Estado era, para él, indiferente. Así pues, si la monarquía garantizaba la paz, la estabilidad, el equilibrio y la unidad de la nación evitando el enfrentamiento interno, mantendría el afecto social. Y eso es justamente el sentimiento monárquico que ha unido a Gran Bretaña durante los últimos setenta años.

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