Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Garbanzos en remojo

Si te paras a pensar, todo el proceso, que debes comenzar la noche de antes, tiene mucho de ritual, a modo de Rosario gastronómico

Garbanzos en remojo Garbanzos en remojo

Garbanzos en remojo

Cada vez que pongo los garbanzos en remojo recuerdo aquella canción de Serrat que dice eso de "a menudo los hijos se nos parecen", y es que por un instante creo que es mi madre la que está a mi lado. Recupero, repito, respeto, plagio esos menús de mi infancia que ahora mi familia disfruta, con sensaciones muy similares. Lo solía comentar mi madre, de una olla de garbanzos salen varias comidas, si la sabes aprovechar. Sopas, aliños, ropavieja, croquetas (siempre alguna falsa), pringá, rancho… Y eso es algo que han entendido millones de familias, de varias generaciones. Dieta mediterránea en vena, mucho antes de que se inventara el concepto. Masterchef más allá de la gastronomía, e incluyamos aspectos tan esenciales como la economía, la sociología, incluso la antropología, regado todo con mucho amor, antes de que el concurso se convirtiera en estrella de eso que se conoce como prime time. Las mañanas que despierto y me encuentro con los garbanzos en remojo en la cocina la realidad, la auténtica, la más de verdad, esa que es imposible de maquillar ni por el filtro más potente, se cuela en mis ojos. Esa es la vida, tal cual, sin slim fit ni rayos uva, la del frío y el calor en la piel, la de las emociones que nos erizan y manejan, a su antojo, como marionetas. Raíz, sangre y años. Y no sólo porque vuelva a encontrarme con mi pasado, con mi infancia y con todos los míos, generaciones atrás, también por recuperar una forma de entender la vida, más allá de la gastronomía, la economía y la memoria. Hablamos de dedicación, de familia, de entrega, de sentirse dentro de algo, más poderoso que tú mismo. A veces nos representamos en los gestos, y en la mayoría de las ocasiones vivimos a golpe de ligerezas, tanto en la pose como en el plato, además de en los sentimientos. Y no todos los días un filete a la plancha y una ensalada de paquete, como tampoco todos los días seis memes de besos y corazones. A veces, o casi siempre, hay que besar, con los labios húmedos.

En los últimos años he empezado a recuperar muchos platos de mi infancia. Y eso también incluye a toda esa portentosa carta que cambia según las festividades y las temperaturas. Del salmorejo a las gachas, del arroz con costillas a la eterna carne con tomate, sin olvidarnos de las torrijas, gazpachos varios, nubes de coliflor o potajes de diversas combinaciones, cuando encarten. También he regresado a los mercados, a los de siempre. Embutidos recién cortados y envueltos en papel de cera, tarros de altramuces, ver como el carnicero filetea lo solicitado, hierbabuena recién cortada, pescado traído de la lonja unas pocas horas antes. Durante años malinterpreté esa comodidad mal entendida que ha fabricado esta sociedad que un día conocimos como la del bienestar. La comodidad no es tardar media hora en aparcar, chocar contra diez carros más y poder elegir un refresco con sabor a cereza. Tampoco la calidad. Ni mucho menos la economía -pruebe a comparar el precio de los embutidos en un supermercado o en un charcutería, y se sorprenderá-. En mi caso, además, hay un componente emocional que no escondo. Vuelvo a ser ese niño agarrado de la mano de su madre en el laberinto de puestos, olores y voces, en el mercado de la Corredera.

En tiempos de comida ultraprocesada, refrigerada, congelada y remasterizada; en tiempos de franquicias, Glovo, take away, macrogranjas y cebolla caramelizada a espuertas, los garbanzos en remojo son la resistencia, el cable a tierra, el conector con la identidad que aún conservamos, a veces demasiado escondida, pero que seguimos llevando en el tuétano. Son la verdad. El aliento y el latido. El sabor, sin más. Si te paras a pensarlo, todo el proceso, que debes comenzar la noche de antes, tiene mucho de ritual, a modo de Rosario gastronómico. Tal vez sea una oración civil, una creencia en lo nuestro, en los nuestros, auténtica, sin maquillaje ni filtros. Es como volver a comprar un regalo sin tirar de Internet o escribir de nuevo una carta, de puño y letra, de esas que necesitan sello y sobre y un buzón para enviarla. Mucho lo dejamos de hacer por el pretexto de la comodidad y de la economía, sin darnos cuenta todo lo que nos dejamos atrás. Y que en la mayoría de las ocasiones somos nosotros mismos.

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