Tribuna

César romero

Escritor

Enmiendas a la totalidad

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Enmiendas a la totalidad / rosell

Un joven catedrático de la entonces recién inaugurada Facultad de Periodismo de Sevilla, tan sobrado de memoria como carente de dones para conseguir que sus alumnos quedaran prendados de sus lecciones, leía una mañana algunas de las primeras letras que uno había juntado cuando señaló sobre su mesa una tesis que debía evaluar, un tocho descomunal, en dos o tres volúmenes de severa encuadernación. "Tiene 995 notas a pie de página", dijo aquel relamido profesor, los labios fruncidos de placer anticipado, dando a entender qué gran tesis lo aguardaba. Aquel día aprendí poco de literatura, pero sí saqué dos enseñanzas: que el mundo académico no era lo mío (pues si ya es difícil escribir mil páginas sin aburrir, y sobre todo sin aburrirse uno mismo, aproximarse a ese número de notas a pie de página debe de ser casi de locos, no digamos ya leerlas y valorarlas) y tuve la primera experiencia, aun sin ser consciente, de algo que ha calado en la vida de casi todos, al menos entre quienes vivimos en Occidente: considerar a alguien o algo en su totalidad, de una vez y en su conjunto, no por sus obras tomadas independientemente.

Quizá en un sentido positivo esta forma de encarar las cosas ya era vieja. Cuántos escritores, cantantes, pintores, etc. han sido mantenidos como canónicos aun cuando dejaron de crear sus logros mayores, pues los peores se soslayaban ante los otros, y se tomaba el nombre ya labrado frente a los frutos sueltos de su carrera, negando el bache o el petardazo, como si no pudiera, igual que el bueno de Homero según el famoso aserto, tener también sus ratos de entresueño. Pero lo que desde hace unos decenios ha venido imponiéndose, en casi todos los órdenes de la vida, es el sentido negativo de esta forma de sopesarla. Quizá contaminados por la visión política de las cosas, quizá por ese enfoque adolescente de la vida que parece obligado hoy. La adolescencia, por ser propio de esa edad, y la política, hogaño, tienden a tener una visión absoluta, uniforme, sin distinguir matices ni resaltar claroscuros, sin reparar en que no todo es de una pieza, pues hay grietas, estratos, no todo es dado de una vez y para siempre sino que se va haciendo, como dicen allende el charco, de a poquitos.

Esta visión totalitaria de la vida (que es también uno de los males de nuestras democracias: pretenden regularlo todo, se inmiscuyen en todo; el totalitarismo no sólo se da en regímenes dictatoriales) se ve con claridad cuando, por hechos ocasionales, por actos aislados o continuados pero no únicos en el largo devenir de una existencia, se condena toda ella. Ya sea colectiva o individual. Aparte de ser presuntuoso, ¿qué autoridad se arroga el jefe de un Estado para disculparse por lo que hicieron sus antecesores en otros lugares siglos antes? Que el presidente de México, el del Perú o el de Bolivia condenen la conquista de América, ¿los legitima para reclamar tan ensoberbecidos el extemporáneo arrepentimiento del rey actual de España? No hay empresa humana que no contenga errores, ni expedición de aventureros que no cuente con al menos un hijo de puta, pero los actos violentos, las posibles atrocidades, ¿son lo único a ponderar en la balanza de más de tres siglos de presencia hispana en América? Por éstos, ¿el descubrimiento y la conquista de América deben ser condenados en su totalidad? ¿Y los complacientes y medrosos mandatarios vigentes, civiles y eclesiástico, deben correr a ponerse de rodillas y pedir cien años de perdón?

Hace unos meses se mandó quitar, en una casa de Cádiz, el paño cerámico que recordaba el natalicio de Pemán. Una vez más, se ha juzgado (es aún peor: se ha legislado) una larga existencia de ochenta y cuatro años por un solo acto: la adhesión de este escritor al golpe de Estado de Franco, su apoyo al dictador. Más allá de su literatura (que noticias de este jaez vuelven a rescatar de su, quizá, no del todo inmerecido olvido), ¿sólo cabe recordar este hecho de su vida? Esta adhesión al dictador, por sí sola, ¿la condena entera, invalida cuanto hiciera en sus más de treinta mil días? ¿No merece un recuerdo la fecunda actividad cultural que promovió en Cádiz? ¿O cómo, siendo director de la RAE y oponiéndose a la voluntad del dictador al que alabó (en versos tan deplorables como los bélicos de su paisano Alberti, nunca expiado por ello, afortunadamente), no consideró vacantes los sillones de los académicos exiliados? Hay un empeño político, adolescente, por enmendar la totalidad de una vida por algunas de las actuaciones que la conformaron, lo que, aparte de empobrecer, además de falsear, la realidad, demuestra una visión estricta y desacertada de la misma. Cualquiera que haya vivido algo sabe ya que ninguna vida admite ser loada en su totalidad, pues casi todas guardan zonas de penumbra, o algún secreto infame, y que aun la del más miserable ser humano alberga alguna, de entre sus mil notas a pie de página, que merece ser recordada, salvada.

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