La tribuna
Sencillamente insoportables
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Envidio a todo aquel que duerme sin dificultad. Más que envidia, es sincera admiración. Mi hija Isabel tiene una capacidad fastuosa para dormir. En verano, hemos llegado, a modo de experimento, a no despertarla nada más que por saber hasta cuánto tiempo era capaz de dormir. El reloj marcaba las 16.45, mi ídola absoluta. Cuando era pequeña, y la tenía entre mis brazos, le decía “a dormir”, cerraba los ojos, y quedaba dormida. Como el que da un paso, o agarra una taza de café. Con esa misma velocidad y automatismo.
Desde que recuerdo, he dormido muy mal. Peor que mal en algunos periodos. A veces rematadamente mal, fatal, como en los pasados días. Hay noches de dos horas de sueño, y mil visitas al reloj, al móvil, a ese libro de la mesita que lleva demasiado tiempo resistiéndose. Yo qué sé. Con el tiempo me he acostumbrado a convivir con mi insomnio, a naturalizarlo, a no enfrentarme a él. Durante demasiado tiempo le plantaba cara, y mi ansiedad creía y crecía, mi excitación, y la posibilidad de dormir, aunque fueran unos minutos, se desvanecía. Ahora comprendo que, aunque no duerma, puedo descansar, sentirme relajado, que no es lo mismo, pero al menos es un alivio. De nada me valen las infusiones y demás soluciones más o menos naturales, seguramente mi organismo ya ha creado un escudo protector frente a ellas. Inmunizado. De la química, la farmacia, de momento no quiero saber nada. La prefiero lejos. Desconfío de sus efectos secundarios, de alimentar una nueva adicción.
Con estos antecedentes, desde hace años evito escribir ficción por la noche. Es un ejercicio muy estimulante mentalmente, pones a tus neuronas revolucionadas, aceleradas, la excitación llega fácilmente, y también llega la imposibilidad de conciliar el sueño. No hay quien duerma después. Sin embargo, representación de ese dicho que nos muestra la pescadilla que se muerde la cola, en las largas noches de insomnio suelen llegar ideas, pasajes, secuencias, de historias futuras y presentes. Por eso, desde hace años, duermo con una libreta cerca, o utilizo las notas del móvil. Por lo que las noches de insomnio acaban siendo excitantes, muy a mi pesar.
Algunas de mis historias, varios personajes, han surgido en estas noches en blanco. Por lo que no sé si estar agradecido de padecerlas o no. Curiosamente, y aunque parezca increíble, los días posteriores a estas noches sin sueño, no son especialmente duros, no me siento mucho más cansado que de costumbre. Solo noto que, tras el almuerzo, los ojos se me cierran, llegando la gran trampa. La siesta, en mi caso, por breve que sea, es la antesala de una mala noche. Garantizada. Es el peaje a pagar. Como si disfrutar tuviera su coste. O algo parecido. O tal vez sean cosas mías, de mi educación social y emocional, y el pecado siempre presente, como ese vecino que sigue tus pasos escondido tras los visillos.
A pesar de las historias inventadas, los personajes creados, los libros leídos y los millones de canciones escuchadas, me gustaría tener una relación cordial y rutinaria con el sueño. Incluso funcionarial: de 12 a 6. Tampoco pido tanto. Recuerdo que, en una noche de estas de no hace tanto, volví a ver Tal como éramos, y durante algunos momentos creí estar dentro de la película. Le regañé a Robert, siempre estuve del lado de Bárbara, y por supuesto que crucé esa avenida de tráfico y humo.
Sin lugar a dudas, lo peor de estas noches en vela reside en que no sueño y yo soy muy de soñar. Situaciones inauditas que disfruto al recordar, que incluso me provocan la risa. Puede que por eso me invente los sueños o, como niño, trate de continuar, modo segunda temporada, los avatares de un sueño recordado. Pero no es lo mismo. Todavía no tenemos la receta de los sueños. Ni la de dormir. Lo que daría.
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