Tribuna

Alfonso Lazo

Historiador

¡Ay, la juventud solidaria!

¡Ay, la juventud solidaria! ¡Ay, la juventud solidaria!

¡Ay, la juventud solidaria!

Al atardecer del último día de la campaña electoral de 1979, cuando el PSOE aún era capaz de convocar en Sevilla enormes multitudes, Felipe González, que cerraba aquel mitin, se refirió a los jóvenes españoles del momento como "la juventud mejor preparada de la historia de España". Desde entonces la frase se ha convertido en un lugar común nunca demostrado.

Tal vez nadie haya querido demostrarlo ante el temor de meterse en resbaladizas argumentaciones, porque si en aquel 1979 consideramos jóvenes bien preparados a los comprendidos entre los 30 y los 20 años, cohortes salidas de la Universidad y de la Formación Profesional (Universidades Laborales) ya con un primer empleo o a punto de conseguirlo, ¿cuándo y en qué condiciones, obtuvieron la mejor formación de nuestra historia? Me temo que no cabe más respuesta que una tanda de fechas: años 70, años 60, años 50. ¡Uf...! Mejor dejarlo. Sólo constatar que hoy nadie habla de juventud "más preparada". Eso sí, hablamos mucho de "jóvenes más solidarios". Juventudes educadas en la solidaridad por sus profesores, sus padres, las cadenas de televisión y los ejemplares e incesantes discursos de nuestros políticos "progresistas". "Solidarios" en el sentido estricto del siglo XXI y que no debe confundirse con otros términos en apariencia sinónimos como la "compasión" o la "caridad".

La compasión es un sentimiento, sentir y compartir el dolor del otro, y como tal sentimiento el hombre no tiene ningún poder sobre ella: se siente o no se siente. La caridad, por el contrario, es un acto libre y racional, cuantificable y medible: dar de lo que tengo al que no tiene nada; una acción que surge bien de la compasión laica (sería su culminación), bien de un precepto de la Deidad. Frente a estos dos conceptos nobles, ya en retirada, y sustituyéndolos, se alza en la neolengua de la corrección política la voz vacía y falsaria de la "solidaridad"; conjunto de gestos canónicos sin trascendencia alguna: aplaudir desde los balcones, encender velitas en el suelo, colocar ositos de peluche por las esquinas con pequeños mensajes prendidos que no se dirigen a nadie. "Chapuzones solidarios" en el mes de agosto transmitidos por televisión. Nada cuesta, nada se siente, pero tranquiliza nuestra mala conciencia hasta el punto de sentirnos progresistas. Buenismo.

Buenismo. A ello se refería André Comte-Sponville (Pequeño tratado de las grandes virtudes) a mediados de los años 90 del pasado siglo: "La compasión es la gran virtud del Oriente budista. La caridad es la gran virtud del Occidente cristiano". La primera es un dolor que en sí mismo ya basta como virtud; la segunda, es siempre una acción llevada a cabo. En los años 70 la juventud hippie y antioccidental, protagonista de la catástrofe cultural del 68, optó por la estática compasión budista que enseguida pasó, degenerada, a convertirse en solidaridad. Ahora, en el palabreo obligatorio de Occidente la palabra "compasión" resulta descortés e inconveniente, mientras el concepto de "caridad" es considerado una provocación intolerable. El coronavirus ha sido la prueba de la solidaridad, el desvelamiento de lo que ese vocablo significa para los jóvenes en España y buena parte de la Unión Europea.

Si entendemos por juventud el tramo de edad entre los 30 y los 18 años, su comportamiento a partir del final del estado de alarma y del regreso a la normalidad (?) no ha podido ser más lamentable: una incapacidad manifiesta para el civismo y el respeto a las normas de convivencia en tiempos de crisis. Como el Covid-19 apenas nos afecta, como somos inmunes o asintomáticos, disfrutemos de la vida después del confinamiento: concentraciones masivas en festejos prohibidos; el reino de la botellona diaria; ¡qué se mueran los viejos y dejen el sitio libre!

Soy injusto, lo sé, pues existe otra juventud en quien confiar, ambas fruto de la educación recibida. Jóvenes educados en la sana competencia para ser el mejor, educados en el esfuerzo, el respeto, la jerarquía. Y otros jóvenes educados en el igualitarismo por abajo, en el ludismo, en la supuesta solidaridad.

Cuando llega la pandemia los comportamientos son por fuerza distintos. Unos, con mascarillas, respetando la distancia sanitaria se manifestaron de manera ordenada pidiendo el regreso de las libertades. El Gobierno tuvo que ceder y puso fin al estado de alarma. La otra lúdica juventud baila ahora la danza de la muerte provocando con su danza el fin de las libertades.

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