Tribuna

Antonio rivero taravillo

Escritor

Aquilino Duque en su cielo

Oírle hablar con ese acento a la par popular y aristocrático era una delicia. Solía quebrársele la voz por la emoción al recitar o al intervenir en público

Aquilino Duque en su cielo Aquilino Duque en su cielo

Aquilino Duque en su cielo / rosell

Alos escritores hay que medirlos por sus obras, y las de Aquilino Duque fueron copiosas y de una gran altura desde un punto de vista estrictamente literario. La poesía, incluso cuando se ocupa de conflictos humanos, trasciende lo inmediato y, si es buena, goza de una universalidad rara vez impugnable porque el poema crea su realidad, no es la mera exposición de unas ideas, por más que estas corran por debajo, río de aguas profundas.

Las novelas suyas sí tenían una carga ideológica, y no siempre eran, como la calificación de las películas antiguas, para todos los públicos. Menos aún, los ensayos y artículos, en los que abundaba una toma de postura que por fuerza había de incomodar a quienes, en las estabulaciones que erige la política, lo tenían por contrario. Pero la prosa con la que desplegaba sus ideas y recuerdos, sus tesis e indagaciones, era tan magnífica que el posible contrincante quedaba cautivo de su elegancia. Era una prosa regida por el rigor y exigente con la exactitud.

Que se estuviera de acuerdo o no con él, es lo de menos. En lo literario era un gigante que a los rasgos ya expuestos sumaba generosas dosis de humor y de gracia andaluza, buenos mimbres para atemperar una inteligencia y una cultura que de otro modo podrían hasta abrumar. Memoria viva de nuestra literatura, trató mucho a Alberti y Zambrano en Roma, y a Valente en Ginebra, dos de los destinos en los que se desempeñó como traductor de la FAO. Pero antes y después de esas estancias, en España no hubo prácticamente autor de valía del que no guardara alguna sabrosa anécdota. Oírle hablar con ese acento a la par popular y aristocrático era una delicia. Solía quebrársele la voz por la emoción al recitar o al intervenir en público. Esa delicadeza chocaba con el vigor que derrochaba al entrechocar tu mano con la misma firmeza de la que hacía gala al defender sus creencias.

Fue conservador en una línea que en España ha abundado poco: la de una derecha muy de derechas pero ilustrada, sumamente ilustrada. Naturalmente, esto le restó apoyos y simpatías, pero también personas muy escoradas hacia el otro lado de la balanza reconocieron en él a alguien amable, civilizado, cordial, lúcido niño cano que disfrutaba al proferir una travesura contra lo políticamente correcto. Se le iluminaban los ojillos pícaros cuando descolocaba con sus juicios y epítetos. Él dijo de sí mismo alguna vez que no era tanto reaccionario como reactivo, y ciertamente reaccionó ante muchas situaciones de la modernidad que no le gustaron.

Hay quienes se dejan arrastrar por el tiempo y sus signos, y hasta empujan en la dirección del progreso. Hay otros que se plantan ante la corriente o se enfrentan a ella desde la "íntima tristeza reaccionaria" de López Velarde, como Eliot, Jünger o Gómez Dávila. Pero frente a muchos escritores adversos a la modernidad, Duque no fue simplemente pesimista, nostálgico o antimoderno. No era como Álvaro Mutis, quien, lo mismo que declaraba su filiación como "reaccionario, legitimista y monárquico", afirmaba que no le interesaba la política. A Duque sí que le interesó, muchísimo, y se metió en su barro.

Era, además, taurino, algo que hoy tiene mala prensa. De la raíz popular que alentó ese arrimo a la lidia procede también el gusto por la religiosidad andaluza o el cultivo de formas populares como las seguidillas y las soleares. Como poeta, Duque queda como un gran exponente de la tradición que su amigo y discípulo Fernando Ortiz denominó "la estirpe de Bécquer", que en su caso venía acompañada por un cosmopolitismo nada exhibicionista, nacido de sus experiencias y viajes más las vastas lecturas en varios idiomas.

Escribió de Antonio Machado, Miguel Hernández o León Felipe cuando había que hacerlo y no era tan rentable como después ha sido. En 1963, al visitar la última ciudad que habitó Cernuda, le dijeron que este ya se había ido para siempre. Insertos en el poema que le dedicó, estos dos versos no pueden ser más certeros ni doler más en estas fechas septembrinas en las que se conmemora el CXX nacimiento del autor de La Realidad y el Deseo: "Hoy el suelo de Méjico es más rico, / más pobre el cielo de Sevilla".

Justo antes de morir había salido su último libro de poemas, Fuegos y juegos. Allí recogía descartes de entregas anteriores, pero qué calidad siempre en cada página. Hoy podemos recordar unos endecasílabos suyos de ese postrer libro: "Suaviza el tiempo las aristas duras,/ tiende una niebla y pone una sonrisa/ en el rostro violento del pasado".

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