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En un mes de agosto los Beatles dijeron adiós, se despidieron tocando en una azotea. Cuentan que ni se hablaron, apenas se miraron. En otro mes de agosto, pero antes, cuando aún eran una banda de amigos, además de una banda musical, se plantaron en Graceland para pasar una velada con Elvis Presley. La noche con más estrellas, así la han catalogado. Solo hubiera faltado que Marilyn Monroe y James Dean se hubieran unido a la reunión. En los agostos españoles de aquellos años, y más atrás, hablamos de los 50, las estrellas se congregaban en los ruedos o en las salas de fiestas. Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez y Doña Concha Piquer. Agostos de transistor y botijo, alberca e higos, ponche y era, cosechadoras y saltamontes, himnos y miedo. Luego llegaron otros agostos, como reyes de verano, en los que tenían lugar esas fiestas en las que te podías encontrar a un "pijoaparte", como tan bien nos contó el fallecido Marsé. Los 70. La España de los frigoríficos americanos, los pisos en esos nuevos barrios que nos suenan a viejos, y cercanos, y los Seat de todas las cilindradas, con aquellos faros capaces de guiar a los barcos en la tormenta más salvaje. Y como en un Monopoly costero, en los 80 las playas se fueron llenando de apartamentos apretados y puntiagudos, paseos marítimos, hoteles buenos y hoteles baratos, a gusto del bolsillo, con beans y mucha panceta, perdón, bacon, en el desayuno y hasta huevos fritos y tortillas rellenas. Todo eso no cabe, le dijo el cocinero del hotel a un primo mío. Las cosas del estado del bienestar, que con el colegio pagado, el médico pagado, la pensión asegurada y hasta medio hipotecada resuelta, nos permitimos tener eso tan moderno llamado segunda residencia. Porque los quince días de antaño, o el pisito alquilado a un profesor de Lengua, ya no nos parecía suficiente.
No hace tanto. Empleados con sonrisa inalterable, y de extraños horarios, parapetados en pisos pilotos con mucho wengué y mucha pizarra, a los que no les faltaba la ducha hidromasaje, el "silestone" y el "lumón", pues ya que estamos, recibiendo a las decenas de futuros propietarios, deseosos de cumplir ese sueño que fue inalcanzable para sus padres, abuelos y demás rama genealógica. Otra hipoteca, pero con gusto, eso sí, porque podíamos, aunque no pudiéramos, y porque tener propiedades, poseer, es bueno. Es una inversión, nos dijimos, mientras cargábamos en el maletero un saco de patatas y seis kilos de tomates de la frutería del barrio, que vaya clavazos nos metían luego en los desavíos de la playa. Pero llegaron las vacas flacas, pero no unos cuantos ejemplares, toda la manada, y tuvimos que elegir entre comer ladrillo, mantener nuestras inversiones, o comer las patatas que nos trajimos de vuelta de la playa y que ya estaban empezando a echar raíces en el maletero. Y cuando creíamos que todos había pasado, cuando nos asomábamos otra vez como el Mono Burgos en aquel anuncio del Atlético, nos llega la cosa esta. Y lo curioso es que en marzo ni nos podíamos imaginar poner un pie en la playa este verano, como tampoco montarnos en el coche e ir a donde nos diera la gana, y sí, hemos podido, de esa manera, pero hemos podido.
Hemos hecho encaje de bolillos para sentarnos con unos amigos a tomar una cerveza en el chiringuito de turno, contándonos, que más de doce no podíamos estar, y con mascarilla, claro, y con distancia social, también. Y cuando ya estábamos ubicados, cada cual en su sitio, le hemos dedicado mucho tiempo a hablar de esto que nos está pasando, y que nos pasa más por todo el tiempo que le dedicamos. De palabra, obra y omisión. Por mi parte, recuerdo, agostos salvajes, orondos, sin tiempo, me sorprendí una vez mirándome el dedo gordo del pie, como quien contempla un atardacer en Playa del Carmen, menuda playa aquella. Y este agosto no ha tenido nada de eso, todo premeditado, contado, cuidado, aparcelado. Y agosto, sin su esencia juvenil, sin sus granos efervescentes, sin sus camisas de palmeras y sus charlas sin medida y mucho hielo, es menos agosto. O son nuevos agostos, que a mí me gustan menos, aunque tampoco me queda donde elegir. Tal vez solo me quede recordar aquellos otros agostos, convencido de que volverán a repetirse, a pesar de la mascarilla que me cubre media cara.
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