Tribuna

Salvador moreno peralta

Arquitecto

Aduana, Miramar y el melón del poder

Málaga, a pesar de sus destructivas resistencias internas, está salvando la cara airosamente a una Andalucía asfixiada por el peso de su burocracia y sus tópicos

Aduana, Miramar y el melón del poder Aduana, Miramar y el melón del poder

Aduana, Miramar y el melón del poder

La ciudad de Málaga registrará este diciembre dos hechos venturosos: la inauguración del Museo de la Aduana y la del hotel Miramar: la Aduana, diecinueve años después de que una comisión cívica se concertara espontáneamente para reclamarla como museo, hasta entonces sede de la Subdelegación del Gobierno, y cuarenta y cuatro años después de que se inaugurara su Universidad tras otra larga porfía con el Estado; el Miramar, treinta y tres años después de que el Ayuntamiento decidiera recuperarlo como el histórico hotel que fue, cuando ya estaban amañadas las cartas para transformarlo en la nueva sede de los juzgados. Conviene tener en cuenta la duración de estos lapsos para situar el dinamismo que exhibimos los malagueños en sus justas proporciones.

La historia tiene tendencia a contemplar sólo los aspectos notorios y arquetípicos de los acontecimientos, en detrimento de esos detalles que no por nimios dejan de tener una capital importancia en el desarrollo de aquellos. Nunca sabremos si las hemorroides del mariscal Ney jugaron un papel decisivo en la derrota de Waterloo, ni si en la configuración de la Europa decimonónica tuvieron algo que ver los juegos de cama que sazonaban el Congreso de Viena. No sería de extrañar que la historia encerrara más verdad en lo que oculta que en lo que manifiesta, pero la necesidad política de manipularla hace que se escriba más a brochazos que a pinceladas, y la decisiva verdad de los detalles se escapen por el sumidero del olvido, sobre todo cuando -como va a ocurrir en Málaga- bien está lo que bien acaba, sin que nadie tenga el mal gusto de recordar precisamente ahora los motivos por los que lo razonable necesite aquí más tiempo que en otros lugares para abrirse paso.

No es momento, pues, para delatar y detallar a los personajes que pusieron todas las trabas del mundo al Museo, pero a ellos se deben en gran parte los diecinueve años de tardanza. De igual modo probablemente resulte extemporáneo recordar aquí la aspereza con que el Ministerio de Justicia trató al Ayuntamiento de Málaga cuando en 1986 intentó negociar una moratoria de un año para que el Miramar volviera a ser hotel en vez de unos chirriantes juzgados, cuyas obras ya habían sido preadjudicadas a una empresa… en baja temeraria. (Lo temerario sería escarbar ahora en las razones económico-gremiales de esa decisión). El escaso tiempo de atención que en la sociedad de masas dedica el público a los acontecimientos obliga a que éstos se expliquen por sí mismos en su rotundidad maniquea, y a nadie le importa un pimiento que una iniciativa de interés público se dilate o se aborte por un entramado de intereses mezquinos. No esperemos que nadie indague las razones por las que los proyectos de Andalucía se eternizan. Basta con quejarnos de ello sin entrar en unos detalles que, a más de aburrir, salpican.

Pero, ciertamente, además del nocivo efecto de los detalles, en el caso de la Aduana y el Hotel Miramar hay una razón de alcance general cuya contundencia nos evita entrar en complejidades, y es el hecho de ser Málaga una provincia. En los países centralizados, que en nuestra órbita lo son casi todos, (excepto Alemania e Italia), el territorio está segregado en dos instancias geográficas, políticas y, sobre todo, anímicas: la capital y las provincias. En nuestro subconsciente lo capitalino evoca resolución y autoridad; lo provinciano delegación y dependencia. En las capitales las iniciativas dimanan de su propia preeminencia institucional; en las provincias las iniciativas se conceden. Y si no se conceden hay -literalmente- que arrancárselas al poder como se corta una tajada a un melón.

Málaga, a pesar de sus destructivas resistencias internas -que las tiene-, está salvando la cara airosamente a una Andalucía asfixiada por el peso de su burocracia y sus tópicos. Pero hace años, reclamar aquí un Museo en una Subdelegación de Gobierno y un Hotel en una Audiencia eran intolerables intrusiones en un poder central del que solo cabía esperar displicencia, cuando no desprecio. Estas inauguraciones son motivo de júbilo, por su enorme repercusión cultural, social y económica en toda la comunidad, pero también por comprobar cómo la globalización, en sus aspectos positivos, permite disolver aquellas ominosas jerarquías urbanas entre lo central y lo periférico haciendo de cualquiera de nuestras ciudades un apeadero en el tren del progreso, siempre, claro está, que puedan liberarse de sus tercos hábitos provincianos cuando han estado tanto tiempo amparadas bajo su costra.

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