Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Aclamación

El momento más álgido e intenso de la vida parlamentaria se ha convertido en una suerte de ausencia vacacional, donde los líderes políticos ni están ni se les espera

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Aclamación / rosell

ésta era la categoría que usaba Carl Schmitt, el famoso constitucionalista filonazi, para justificar la evolución "espontánea" de una democracia parlamentaria hacia un sistema caudillista. Una categoría, la acclamatio, que tenía el mismo sentido histórico que el nombramiento de los emperadores romanos por sus legiones: una especie de catarsis "democrática" que elimina de un plumazo todos los inconvenientes del parlamentarismo, con sus conciliábulos, pactos, vetos, negociaciones, acuerdos y demás zarandajas, para atribuir directamente todo el poder a su auténtico destinatario.

La simplicidad del argumento es evidente: sobre todo a la vista del prestigio creciente que viene adquiriendo el sistema presidencial entre nosotros. La cuestión es, si ha habido diversos candidatos, entonces el que ha ganado las elecciones ¿para qué necesita de ese ceremonial parlamentario desplegado en multitud de conversaciones y acuerdos multipolares que deben desembocar en la investidura, si acaso bastaría mejor con su simple aclamación?

Y es que no cabe duda de que toda investidura supone en efecto una complejidad procedimental añadida. Cualquier lector con sentido común que lea el artículo 99 de la Constitución española, deducirá que el periodo que transcurre desde las elecciones hasta la formación el gobierno debe ser el más intenso y acelerado de toda la vida política en una legislatura. Cuando las reuniones, las propuestas, los programas, las valoraciones entre candidatos, deben desplegarse en un sinfín de mesas de negociación; cuando las maquinarias de los partidos echan humo ante la urgencia de encontrar la solución mayoritaria; cuando hay que negociar y renegociar a varias bandas; cuando hace falta en su máxima expresión aquella finezza que reclamaba el viejo democristiano italiano Andreotti para la gestión de la política democrática.

Sin embargo en España venimos ensayando desde hace tiempo una alternativa mucho más simplificada: basta con que cada líder exprese su posición ante los medios, y todo está hecho. En lugar de la negociación bastan las tomas de postura. En lugar de las propuestas y contrapropuestas, de las negociaciones, programas y cabildeos, será suficiente con la pura imagen de los líderes. Sobre todo cuando -como sucede en España- uno de esos líderes es el presidente en funciones: no tiene más que acudir aquí o allá bajo el palio de la Presidencia del gobierno, para ofrecer su imagen virtual ante todos los ciudadanos. Y en lugar de negociar, bastará con esperar y ver. Una simple acclamatio.

De esta forma el paradigma de la no-acción cabalga de nuevo nada menos que en el momento álgido de la vida parlamentaria, reafirmando el perverso postulado de que lo mejor que puede hacer un político es no hacer nada. Primero le hemos atado las manos al Jefe del Estado: y es que ya se sabe, de un jefe de estado monárquico es mejor no fiarse demasiado, y tampoco está bien que el Rey empiece ahora a equivocarse presentando candidatos distintos y sucesivos a la presidencia. Tampoco le hemos pedido al presidente o presidenta del Congreso que sea quien se encargue de mover los hilos del proceso, impulsando acercamientos o acuerdos, a la manera del famoso formateur belga. El momento más álgido e intenso de la vida parlamentaria se ha convertido en una suerte de ausencia vacacional, donde los líderes políticos ni están ni se les espera; salvo para comparecer de vez en cuando en los medios. Y ahora hasta el mismísimo CIS nos pregunta a los ciudadanos si no sería mejor eliminar todas estas complejas zarandajas constitucionales de la dichosa investidura para acudir a una simplificada aclamatio, como la que defendía un personaje tan siniestro y brillante como Carl Schmitt.

Decían los estudiantes de mayo del 68 que debajo de los adoquines de París se encontraba la arena de la playa. Ahora sabemos más bien que debajo de los adoquines de la democracia no está la playa, sino la larga sombra del autoritarismo populista que se asoma a los mismos pies de nuestra democracia parlamentaria.

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