EDITORIAL
La vida de la gente
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El Congreso de los Diputados rechazó la semana pasada tramitar una proposición de ley de iniciativa legislativa popular que pretendía retirar a la tauromaquia la categoría de patrimonio popular y que cada comunidad autónoma pudiera decidir si prohibía o permitía la celebración de festejos. La proposición fue asumida por los grupos parlamentarios de la izquierda más radical, pero la abstención del PSOE impidió que prosperase. Desde el respeto que merece una proposición que llegó avalada por la firma de 600.000 ciudadanos, tras una campaña de recogida que se prolongó durante un año, hay que celebrar que el Parlamento la frenara. Un fenómeno de la importancia cultural, social y económica de los toros no puede verse sometido a la lucha de los partidos en un momento en el que parece muy difícil ordenar debates serios en la política española. La tauromaquia siempre ha estado en discusión, al considerarse por muchas personas una muestra de maltrato animal impropia de un país desarrollado. Ello demuestra que vivimos en una sociedad plural con posiciones muy diversas. Pero en España es una tradición fuertemente enraizada en su cultura que es, quizás, una de sus señas de identidad con mayor proyección. La fiesta goza, además, en estos momentos de una fortaleza recuperada y las principales plazas, como Sevilla y Madrid, han convocado esta temporada a decenas de miles de personas deseosas de ver a diestros, como Morante de la Puebla o Roca Rey, que han hecho revivir esplendores que evocan los de la edad de oro del toreo. Una corrida de toros, o al menos una novillada, sigue siendo el acto cumbre de las celebraciones en casi todas las ciudades y pueblos de la geografía española. Se trata, por lo tanto, de una realidad asumida por capas muy amplias de la población. Colocar los toros en el juego político es ignorar la cultura de un país y un intento de coartar su libertad.
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