Editorial
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Los resultados de las elecciones celebradas el pasado domingo en Portugal arrojan un resultado que a los españoles les sonará. El partido que representa el centroderecha ha obtenido una victoria insuficiente para conformar una mayoría en el Parlamento. Sólo con el apoyo de una formación de extrema derecha, que ha tenido un espectacular incremento de apoyos, podría lograrla. Hasta ahí las posibles semejanzas con el caso español. No tanto en las elecciones generales, en las que la formación de una mayoría alternativa era posible, como se confirmó posteriormente, como en las autonómicas celebradas el pasado mes de mayo, cuando Vox entró en varios gobiernos regionales. El Partido Socialista Portugués, que estaba en el Gobierno y que ha sido desalojado tras destaparse un caso de presunta corrupción, se ha apresurado a expresar su apoyo a los triunfadores para que no tengan que incluir en el Ejecutivo a los radicales de derecha. Y esta es la gran diferencia entre las dos democracias de la Península Ibérica. En una, Portugal, se ponen los intereses del Estado por encima de las estrategias de partido y en la otra, España, se hace justo lo contrario. Para el PSOE es un premio de consolación forzar acuerdos entre el PP y Vox en Valencia, Castilla y León o Extremadura. Y es un premio mayor cerrar pactos en el Congreso con partidos que no creen en el Estado y luchan por desarmar el sistema de libertades que consagra la Constitución y no le importa para ello pagar un precio tan elevado como el que representa la amnistía o la puesta en marcha de privilegios financieros para Cataluña. Portugal no está tan lejos y es un espejo en el que conviene mirarse. El país ha logrado esquivar la crispación y los enfrentamientos cainitas. A este lado del Guadiana pasa justo lo contrario. La responsabilidad no es exclusiva de Pedro Sánchez y su partido. Tampoco Alberto Núñez Feijóo y el PP están a la altura de las circunstancias. Pero otra política es posible. Portugal lo está demostrando estos días.
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