NO hay nada que provoque más retortijón de tripas a Eduardo Burgos que escuchar eso de que "el baloncesto ha vuelto" cuando las circunstancias -el progreso o la casualidad, quién sabe- deparan un partido como el de hoy. El baloncesto nunca se fue y el veterano maestro de entrenadores, como tantos otros, lo sabe porque nunca dejó de vivirlo. Ni siquiera cuando el máximo representante de la capital se hundió en las catacumbas y los proyectos pujantes de la provincia en la década de los noventa fueron engullidos por la crisis económica y la huida de las firmas comerciales. Lo peor que pudo pasar es que se propagara la teoría de que ese declive -desplome, más bien- era algo merecido, un castigo justo por no hacer las cosas en condiciones. Y mucho de eso hay. Bien lo saben los patrocinadores y las instituciones, que encontraron la coartada perfecta para mirar hacia otro lado cuando este deporte, el segundo con más arraigo en la ciudad, agonizaba en una competición tercermundista mientras todo el país vivía la edad de oro del básket con una selección inolvidable que comenzó a andar... en Córdoba. Qué paradojas.

No vuelve el baloncesto. Lo que vuelve es la ilusión de una puerta abierta -la última, en serio- para que Córdoba entre, más tarde que nadie, en la modernidad. Se puede.

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