Tras un largo confinamiento que aún no ha terminado por completo, en casa seguimos dándole vueltas a la cabeza para diferenciar los viernes de los martes, como en otro marzo. Tiramos mucho de peli en otra habitación que dibuje plan de fin de semana, desayuno en la terraza que identifique los sábados o cena de comida basura que coloree algunos viernes. Así andábamos la otra tarde, cuando a la vuelta del Autoburguer, tras parada en Autofarmacia, encaramos avenida abajo topándonos con varios semáforos en rojo.

Los semáforos pueden ser siempre una oportunidad, aunque la vida real -o la llamada normal- no nos deje en muchas ocasiones verlo así. El rojo del semáforo es una pausa, son unos minutos de observación, una parada para girar la mirada y re contextualizar. Unos segundos de análisis y un retomar. Efectivamente pudiera ser así, si el del coche de al lado no decidiese de manera unilateral qué es exactamente a lo que nos vamos a dedicar en nuestra pausa y lo que va a escuchar toda la avenida, sin más opción ni posibilidad que disfrutar de lo que a él le salga de los altavoces; me encantaría poder concretarles con qué fue con lo que nos deleitó, cómo se llamaba el grupo que tuvo a bien descubrirnos el piloto de al lado, pero admito que no lo reconocí; armonía, melodía y tesitura sin identificar. Puedo asegurarles sin embargo que no lo ví cantar, ni tararear, ni siquiera se balanceaba en la quietud del semáforo al son y al compás de la música impuesta, tan solo pude comprobar que, desde el paralelo, el volumen molestaba, que el sonido que nos ofrecía sin preguntar era atronador y que la vibración poco menguaba al subir las ventanillas.

Constaté la edad que tengo cuando le propuse a mi marido que pusiera el Moldava a todo volumen, que ciertamente yo también creo que Smetana gana en alto, constaté aún más mi momento vital, cuando desde las sillitas de atrás y una vez que mis hijas percibieron el pique insano de su impulsiva madre, quisieron enrolarse en la batalla y las soldados de mi batallón amenazante, propusieron con disparar las canciones de Rosa León sin miramientos. De repente mi coche se convirtió en un destacamento de agresividad música.

De lo esperpéntico sacamos muchas carcajadas, de lo imprescindible que se hacía bajar el tono de mis opiniones aunque el otro no lo bajara de su lamentable playlist, sacamos un aprendizaje, porque el civismo y el respeto a los demás son notas que quiero que mis hijas sepan entonar.

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