Cuando, en un mundo malacostumbrado a la desconfianza y al engaño, uno observa la creciente inconsistencia de las relaciones humanas, ha de preguntarse por qué apenas nada de lo empezado en común llega a ser pacífico, firme ni duradero. No queda ya ámbito de la vida en el que ese caminar juntos que la propia naturaleza impone, no se sobreentienda transitorio, desligado y por supuesto mudable. Pareja, familia, amistad, sociedad o nación son realidades que se construyen ahora desdeñando aquella vieja argamasa que antes las convertía en incólumes y poderosas.

No añoro conceptos neblinosos, como disciplina u obediencia, hoy casi anacrónicos para el nuevo yo que se siente, acaso con cierta desmesura, libre e igual. Ni siquiera invoco la venerada fidelidad, esfuerzo de un alma noble, según Goethe, para igualar a otra aún más grande. Es atadura improbable en este tiempo extraviado y mediocre, huérfano de elegidos que se adelanten, alumbren y enamoren.

Pero hay un valor cuya progresiva rareza puede explicar el aumento de los fracasos personales y colectivos, hoy tan fácil y mansamente provocados o transigidos. Me refiero a la lealtad, afecto indefinible, mezcla sublime de honor, sinceridad y hombría de bien. Como señala el ensayista Enrique Lynch, a diferencia de la fidelidad, que es un compromiso exigido, un deber que incluso puede ser asumido libremente, pero que siempre se nos presenta como una coacción más o menos gravosa y es vivida casi inevitablemente como una carga o una obligación, la lealtad no es nunca algo impuesto, sino que surge de una decisión personal, de un acto plenamente voluntario. Así, resulta ser un don, algo que entregamos al otro sin que nos sea pedido o apremiado, una libérrima aportación convivencial. De ahí que, con ella, no pueda uno traicionar sin traicionarse, herir sin herirse, quebrar sin quebrarse. La deslealtad, una falta mucho más imperdonable que la infidelidad, desgarra por igual al que la comete y al que la sufre. Quizá por eso, afamada aunque temida, creadora de lazos tan arriesgados, languidece en el cajón de las palabras solemnes y vacías.

Y, sin embargo, sólo si cada uno de nosotros emprende la revolución íntima y radical que supone aceptar la endiablada sencillez de sus pocas reglas, si valientemente nos atrevemos a ser leales con nosotros mismos y con los demás, tal vez podamos restaurar el orden natural de una convivencia estable, grata y compartida.

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