Tribuna de opinión

Juan Luis Selma

El valor de la sal

Las nuevas familias religiosas que van surgiendo son exigentes, llaman a una vida comprometida

Marismas del Odiel.

Marismas del Odiel. / Alberto Domínguez

Ofrecer el pan y la sal al huésped ha sido tradicionalmente una muestra de acogida y de cortesía, un índice de humanidad. Aceptar la sal era seña de fidelidad, todo un pacto: la sal conserva los alimentos, evita su corrupción, habla de perdurabilidad. En muchos casos su explotación era privilegio real. También en el Imperio Romano se pagaba parte de la soldada de las legiones son sal; de ahí viene el nombre de salario.

Con la sal se condimentan los alimentos, a la vez que sirve para conservarlos. El modo más común de preservar la carne y el pescado era salándolos. Se entiende que en su momento tenía un gran valor. Otra cualidad de este condimento es el de pasar oculto; si está demasiado presente es desagradable, se dice que está salado; si falta, la comida es insípida. Debe estar presente sin que se note.

Así deben estar los cristianos en la sociedad: impregnándolo todo, pero con naturalidad. Estar en el mundo como el alma en el cuerpo, dando vida sin que se note. En la preciosa Epístola a Diogneto, de finales del siglo II, se dice: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto…Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho”.

Sabemos que un cuerpo sin alma es un cadáver. Hoy vemos cómo se va desmoronando la sociedad, cómo valores tan necesarios para la buena vida se van perdiendo. Pienso que esta descomposición es debida a la falta de alma. La culpa no la tienen “los malos”, sino la ausencia de “los buenos”.

En una ocasión tuve que hacer una paella para muchos comensales, disponía de todos los elementos necesarios pero, por mucha sal que añadía, la paella seguía sosa. La sal estaba pasada y no lograba dar sabor. Hizo falta adquirir otra. Este es el problema de hoy; los cristianos –que seguimos siendo muchos– hemos perdido la fuerza de dar sabor al mundo, de preservarlo de la corrupción.

Nos dice el Evangelio: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente”. El cristiano desvirtuado, relajado, acomodado, da pena. Tristemente el Sínodo de Alemania está derivando en una pérdida de la esencia del catolicismo, en una confrontación con Roma, en aggiornamento de las exigencias de la fe y de la moral evangélicas. Lo que Jesús enseñó ya está anticuado, según ellos. Dicen que hay que mimetizarse con el mundo, perder la identidad para ser moderno, para estar al día, para llegar a la gente. No se dan cuenta de que están perdiendo el alma, de que están aguando la sal, que así no vale sino para ser pisoteada.

La sal viva escuece, la aguada es inerme, inocua. Cuando no logramos dar sabor, conservar, cuando no somos luz, tenemos un problema. Me llama la atención de que las nuevas familias religiosas que van surgiendo son exigentes, llaman a una vida comprometida y tienen vocaciones. Igual sucede con las tradicionales que son fieles a su carisma fundacional. Los jóvenes solo se embarcan en empresas arriesgadas, valientes. Solo se da la vida por algo que vale la pena.

Me temo que estamos presentando un cristianismo edulcorado, light, de nivel bajo. Los primeros cristianos transformaron el mundo por su entereza, por su ejemplaridad. No les importaba tener que cargar la cruz, vivir las exigencias de su fe. Como dice la carta citada, lo vivían con naturalidad, por eso vivificaron su mundo.

Los cristianos de mi generación no hemos sabido dejar una herencia valiosa a nuestros hijos y nietos. El legado de nuestros mayores lo hemos despilfarrado. Nos hemos dejado seducir por “la modernidad”. Nuestros tatarabuelos tuvieron muchos hijos, lo mismo que los bisabuelos, los abuelos pocos y, ahora nacen a la carta los pocos que lo hacen, porque la mayoría no los quieren. Eso sí: lecho en común y abortorios haciendo el agosto.

Nos quejamos de que nos invaden por todas partes, pero por comodidad y prejuicios hemos cegado las fuentes de la vida. También preferimos antes ir al psiquiatra, al yoga o al gimnasio, pagando un pastón, que frecuentar la Iglesia o acudir al confesionario, que es gratuito.

Dice san Josemaría: “Como quiere el Maestro, tú has de ser –bien metido en este mundo, en el que nos toca vivir, y en todas las actividades de los hombres– sal y luz. –Luz, que ilumina las inteligencias y los corazones; sal, que da sabor y preserva de la corrupción. Por eso, si te falta afán apostólico, te harás insípido e inútil, defraudarás a los demás y tu vida será un absurdo”.

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