El toro de Pamplona

Las astas del toro de Pamplona nos protegen de la barbarie. Que no las toquen

Desde hace décadas, los historiadores de la tauromaquia se afanan por comprender cómo eran las corridas de toros en los primeros siglos del toreo a pie, el que disfrutamos en la actualidad; esto corresponde a los siglos XVIII y XIX, porque anteriormente se hunden en la noche de los tiempos otros tipos de tauromaquia, que nos enlazan con el minotauro milenario, que no millennial. ¿Cómo fue la corrida de toros en esos momentos fundacionales, después de que Felipe V despojara a su Corte del privilegio de torear y el pueblo ocupase el vacío dejado? Para entender eso, quizá la respuesta más viva sea Pamplona. En las calles de la capital navarra palpita la historia. En el encierro, los mozos despejados, atléticos, preparados, responsables, valientes, aguardan en la Cuesta de Santo Domingo la acometida de la manada, que parece surgir, no ya desde los corrales, sino desde el rito ancestral. Empujan los jandillas, los cebadagagos, los palmosillas, los miuras, los victorinos -ausentes este año- y en el tranco de los animales va resonando el eco de la esencia de la fiesta del toro. El encierro ha acabado transformado en algo multitudinario, con un ejército de aspirantes a entrar en las crónicas de Hemingway. Pero cada metro de Mercaderes, de Estafeta, de la entrada a la ya centenaria plaza de Pamplona, es un reto mayúsculo. Y el reto lo imponen las astas del toro, legendarias. Hay encierro porque luego hay corrida. A los toros se los encierra con el único fin de que luego salten al ruedo de la plaza más bulliciosa y alegre del mundo, la del toro de la merienda, la de las peñas del sol, la de sus entendidos, sobrados de capacidad para calibrar la faena en el ruedo a pesar del estruendo. Y todo eso está rubricado por las astas del toro, del toro de Pamplona, cada vez más equilibrado, más en tipo, pero siempre pleno de defensas, siempre rematado por dos pitones únicos. Que nadie los toque. Ni durante el encierro. Ni antes de la corrida. Ni en su integridad. Que sigan embistiendo al aire de los siglos, rematando en los burladeros de sol y en el peto del caballo, en el recibimiento a portagayola de Manuel Escribano, en el hechizado capote de Morante, en la reunión de banderillas de Colombo, en la poderosa muleta del Juli, en la suerte suprema dictada por Roca Rey. Las astas del toro de Pamplona nos protegen de la barbarie. Que no las toquen. Y que viva San Fermín.

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