Pañuelos de tela. Reconozco que puede ser que estén en desuso, que no sea tan habitual descubrir a personas de cierta edad utilizándolos. Digo yo que será la comodidad del usar y tirar lo que los fue sustituyendo, poco a poco. La cosa empezó por los más chicos, que casi ninguno los usa, y también por las más chicas, que eran una presa fácil porque luego, al crecer, no entraban en el club de los caballeros que llevan pañuelo. Pero el asunto es que, en muy poco tiempo relativo, el pañuelo de tela, normalmente blanco, se ha ido esfumando.

Los pañuelos de papel, los que casi todo el mundo reconoce por el nombre de una marca pero que casi nadie compra de esa marca en concreto, son unos de los reyes de las marcas blancas de los supermercados y los semáforos. El paquete grande, de diez paquetitos de pañuelos con diez pañuelitos en cada uno, cien pañuelos ordenaditos y prensados, blancos metidos en un envoltorio plástico, es de las cosas que se caen solas en el carro de la compra semanal. Casi siempre hacen falta porque se llevan por defecto, porque ahora en invierno se moquea mucho, con resfriado o sin, porque para cualquier cosa que vete tú a saber y además porque no son caros. En los semáforos pasa un poco igual, aunque con un riesgo inconsciente y posiblemente infundado que dificulta su venta. Ahí han competido con el tabaco de contrabando, que hace ya años que no se ve ni se ofrece, con los ambientadores de pino y con la incómoda limpieza de las lunas del coche, que alcanzó altas cotas de rapidez. Ha competido, sí, y ha vencido. La práctica totalidad de los semáforos son patrimonio del pañuelo de papel.

He usado pañuelos de tela hasta cuando era muy chico, que yo me acuerdo. Entonces, como los pañuelos de caballero eran muy grandes, había un producto llamado "pañuelo de cadete". No se me ocurre preguntar hoy. Probablemente, el cadete de destino me dijera después que el pañuelo me lo comiera yo, que soy más antiguo que un balcón de madera y, en segundo lugar, quién compra mercadería para no venderla. Así que resumido queda todo a la franja madura del pañuelo de caballero, de tela o de hilo, con marca visible o sin ella, con letra de iniciales casual o bordada a propósito, blanco de toda la vida o valiente excursionista al celeste. Tanto da.

Parecerá que me hago mayor porque ayer sumé otro año a los que tengo y me regalaron, entre otros detalles, pañuelos de verdad, porque los de verdad no duran siempre y también se pierden y se rompen. Seis pañuelos en su caja, bien doblados al bolsillo. Uno contempla cómo pasa el tiempo y él está aún, con su nuevo pañuelo, y lo agradece: el pañuelo y el tiempo. Eso no puede hacerse con un kleenex, porque el mío no lo tiro a la basura. Yo lo guardo. Y sigo.

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