S ALE de la ducha dándole un manotazo a la cortina. Sin secarse, se mete dentro de una chilaba blanca de algodón que se trajo de Tánger. Se sienta sobre la taza del retrete y se mira las uñas de los pies pintadas de granate. Tantea hasta meterse una chancla en cada pie. Unas chanclas de goma que un día fueron azules pero que el tiempo ha ajado hasta convertirlas en moradas. Se recoge el pelo mojado con una gomilla, agarra el manojo de llaves, un billete de cinco euros y se echa a la calle. En el estanco -"¿Qué tal ese marido?"- saluda a la mujer de Palomino. "Tirando, namás, a lo mejor, el jueves lo pasan a planta".

-Ánimo, mujer -Nico trata de sonar compasiva pero no le sale bien- ya verás como todo esto pasa pronto. Dame un paquete de Marlboro…

-Gracias, hija, a ver si Dios quiere… ¿De los laits?

-No, de los completitos.

Intercambian la mercancía, su precio, la vuelta y buenos deseos.

Nico enciende un Marlboro y anda por la acera hasta el semáforo. Se detiene sobre el bordillo y da una calada profunda esperando a que las luces cambien. Una mujer elegantemente vestida con un traje sastre de color marino se para a su lado. Respira sonoramente, debe de venir a buen paso, con prisa. Es rubia, el pelo cortado a capas, aparenta su misma edad, pero le saca la cabeza. La chaqueta entallada y la falda tubo a medida realzan su cintura, caderas y muslos. La oboísta en paro la escruta con descaro. Descarta la cirugía. Aquel cuerpo tiene calidad de origen y muchas horas de gimnasio, seguro que con entrenador personal. Sólo el bolso que lleva ya vale más que todo lo que ella acumula desordenadamente en su armario. Nico cierra los ojos unos instantes por el mero placer de sentirse mal repasando la cutrez de su chilaba, sus chanclas gastadas y la gomilla que le recoge el pelo aún empapado. Hace una mueca. La rubia mira la hora en un reloj mitad dorado y mitad de acero inoxidable, quizás un Rólex. Puede que llegue tarde a una reunión de trabajo, a un pase de modelos o a una cita galante, compromisos a los que Nico nunca llegará ni temprano ni tarde. La mujer elegante levanta los ojos una y otra vez hacia la luz del semáforo. Se diría que está dispuesta a cruzar en rojo. Mira a la derecha -debe de ser inglesa- y echa un paso adelante. Da un segundo paso y con el tercero ya no toca el suelo porque un coche que viene por la izquierda la golpea y la lanza por el aire hasta la acera de enfrente.

La rubia no grita ni con el impacto ni durante el vuelo. El único ruido que acompaña al chirrido del coche frenando es el ¡plof! de su cuerpo desmadejado al golpear el albero. Los cuatro peatones que esperaban junto a ellas gritan. "!Ay!", dice uno. "¡Niña!", el otro. "¡Virgen santa!", la mujer madura y "¡Copón!" la adolescente con carpeta y chicle. Uno corre hasta donde yace la rubia. Los otros tres se esperan a que el semáforo cambie. El conductor del coche consigue detenerse a cincuenta metros del lugar del impacto. Con la cara blanca, también corre hacia el cuerpo caído.

Nico sigue de pie sobre el bordillo desde el que lo ha visto todo y desde donde lo sigue viendo todo. La rubia no se mueve. Más gente se acerca a la escena. Varios hombres marcan en sus móviles nerviosamente. Dos taxistas se ofrecen a llevarla al hospital. Que ni hablar, les corta un joven que dice estudiar medicina, que hay que esperar a la ambulancia sin moverla. Desde la acera de enfrente, Nico alcanza a distinguir un hilillo de sangre que sale del oído de la mujer y se mezcla con polvo de albero entre su pelo.

Algunos médicos afirman que cuando el cuerpo sufre una contusión inesperada, uno de los primeros reflejos es encoger los pies. Es la razón por la que la gente pierde los zapatos en los accidentes. Hacia la derecha del guirigay, en medio de la calle, separados entre sí por cuatro o cinco metros, están los zapatos de la mujer.

Nico se acerca. Coge uno, da unos pasos y coge el otro. La etiqueta pegada en la pala donde apoyaban las plantas de la rubia hasta hace unos segundos desvela que son unos Manolos, la marca más codiciada por las mujeres y, quizás, la más cara del mundo: Manolo Blahnik. Nico los aprieta contra su pecho, como si así pudiera hacer pasar la magia de esos objetos desmesuradamente costosos a través de su piel.

La oboísta en paro anda hacia donde yace el cuerpo de la rubia. Cada vez hay más gente. Llega la ambulancia. "Apártense", dice un fulano de verde y con chanclos, cloc, cloc, suena cuando corre. Los que estaban agachados se levantan. Nico pasa junto al tumulto, despacio, sin detenerse, casi sin mirar, y sigue de largo. En ningún momento esconde los zapatos, al contrario, los sigue apretando contra su pecho, esas dos magníficas piezas con las que, ahora, se siente tan segura, tan feliz.

Después de andar cien o doscientos metros, en un parquecito donde los niños gritan y se columpian, Nico se sienta en un banco, se quita las chanclas y se mete los Manolos. Le quedan un poco grandes, quizás un número de más, pero le encantan. Su único lujo hasta ese momento, sus uñas pintadas de granate, se ven ahora preciosas. Vaga durante una media hora por los alrededores, simulando distintas maneras de caminar, otras formas de pisar el suelo. Andar con unos Manolos da una nueva dimensión a un acto instintivo y cotidiano. Primero lo hace hincando el tacón con parsimonia, acompañando el movimiento con un rotundo golpe de cadera al aire. Luego anda rápido, con paso corto, imitando a Marilyn Monroe por el andén en "Con faldas y a lo loco", sin separar las rodillas, como si la estrechez de una inexistente falda se lo impidiera. Cuando se viene a dar cuenta, está delante del portal de su casa. Sube y se tumba en el sofá, se mira y remira los pies calzados con los Manolos. Sonríe.

-No me los voy a quitar en la vida, ni siquiera cuando estén viejos… A lo mejor me muero con ellos puestos -vuelve a sonreír.

Entonces cae en la cuenta de que en el tacón del zapato derecho hay una gota de sangre. Pasa el dedo índice y la limpia. Está fresca. Se mete el dedo manchado de rojo en el sobaco de la chilaba y lo saca seco. Justo en ese momento se oye la sirena de una ambulancia que pasa por delante del portal de su casa.

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