La sombra conjugada en la percusión del tiempo, la sombra que modela la ruina y la conciencia, la sombra del no-lugar donde lo fugaz colisiona con lo constante. Caballo Dinero de Pedro Costa es un teatro de sombras, una película de terror en la que el director portugués consigue filmar el silencio, nombrar el extravío. El nervio de la identidad individual se diluye en la abstracción de las identidades colectivas en un relato poblado por espectros, por espacios indecibles, atosigadores y definitivos que traducen o revelan una ceremonia ancestral de opresión y quebranto. Espacios donde la memoria conquista su penúltimo dolor y donde la palabra negada, la acción mutilada y el olvido moroso confluyen en una operación de desmontaje que debe ser leída en distintos niveles. Hay aquí un estudio sobre los mecanismos representacionales de lo que está en el exacto límite entre la ficción y la realidad, de tal manera que vemos a un hombre que es un fantasma o a un fantasma que es un concepto y no sabemos dónde acaba o empieza la poesía ni si hay más terror en la figura o en el fondo, que es una sombra que modela la ruina y la conciencia, y nos exiliamos en las sugerencias del no-espacio para adivinar, con éxtasis, con pavor, que también somos la sombra de un concepto o el reverso fantasmal, inédito e irrelevante de lo que creemos ser. Caballo Dinero es una experiencia.

Regiones en sombra que son como archivos nebulosos y tremendos en los que la Historia, la política, las colonizaciones, las revoluciones establecen o insinúan una categorización básica e invertebrada, resbaladiza, de miseria en desarrollo. Regiones del no, ávidas y tumorales, expresivas hasta la contorsión final de las razones, donde el nudo de lo sígnico y lo semántico ya sólo importa como registro azaroso de lo irrevocable, o quizá ni como eso. Recordaremos la película, la experiencia, por todo esto y por su aparato formal cifrado en la artesanía del plano, en un tenebrismo de hora larga trabajado en la coordenada responsable de la imagen trascendente, allí donde el cine es pintura y es escultura (esculpir en el tiempo, decía Tarkovski) y apunta la posibilidad de un hallazgo que aquí es la revelación de una alucinación comunal en la contractura del presente histórico. Todo se resuelve, sin duda, en un juego de miradas, las de los fantasmas en los espacios, la del artista que los atrapa y la del espectador que circularmente se sabe un fantasma en un espacio, observado quizá por un artista que aún no encontró un lenguaje para contar su extravío.

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