Tribuna

Grupo Tomás Moro

El silencio de la administración

EN la literatura administrativista, farragosa en no pocas ocasiones, ha sido un clásico -algo así como "El Buscón" en la novela picaresca española- la figura del silencio administrativo, es decir, la callada por respuesta a las peticiones de los ciudadanos, estén o no fundadas en Derecho.

Considerado tradicionalmente como una de las formas de terminación de los procedimientos administrativos, por ejemplo en la antigua Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, vigente hasta la entrada en vigor de la actual de 1992, en la regulación de esta segunda se ha erradicado de los preceptos dedicados a la resolución de los procedimientos, trasladándose a otro lugar, al Título IV de la Ley, que versa sobre "la actividad de las Administraciones Públicas" (lo que no deja de ser un sarcasmo del legislador), Título en el que pomposamente se reconocen los derechos de los ciudadanos en sus relaciones con las Administraciones Públicas.

La actual Ley mantiene esta figura con ligeras alteraciones sobre el régimen anterior, pese a que obliga taxativamente a resolver, a salvo de que se produzca la prescripción, la caducidad, la renuncia y el desistimiento, que se trate de un procedimiento relativo al ejercicio de derechos que sólo deban ser objeto de comunicación, o en el que se produzca la pérdida sobrevenida del objeto del procedimiento.

Esto es, la Administración ha de dar respuesta a las solicitudes de los ciudadanos e, incluso, concluir los procedimientos iniciados de oficio por ella misma que afecten a los derechos e intereses de los ciudadanos. La realidad, empero, es distinta sobre todo cuando la Administración ejerce potestades -como la tributaria y la recaudatoria- que inciden de lleno en la economía de los ciudadanos. A título de ejemplo (que se fundamenta en reciente y copiosa documentación), baste con la actitud de las Gerencias Territoriales del Catastro, cuando deciden subir los valores catastrales de los inmuebles (con la consiguiente subida en el Impuesto sobre Bienes Inmuebles) y, cuando se recurre su decisión por entender no estar fundada legalmente o por defectuosa tramitación del procedimiento (incluyendo aquí la caducidad del procedimiento iniciado por ellas, que debería ser declarada por ellas mismas), no resuelven los recursos presentados, obligando a los ciudadanos a recurrir ante los Tribunales Económico-Administrativos o los órganos de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, con los consiguientes gastos derivados del pleito en el que dada la especialidad de la materia se contratan los servicios de profesionales. Esto hace desistir en la mayoría de los casos de presentar estos recursos contra el silencio administrativo, convirtiendo en firme la decisión de la Gerencia de que se trate y teniendo que soportar en su patrimonio el afán recaudatorio de la Administración.

Es decir, se juega con los ciudadanos, amparándose en una inactividad administrativa proscrita expresamente por la Ley, con lo que se entra en una conducta absolutamente arbitraria (lo que está prohibido por nuestra Constitución).

Falta aún, a pesar de los esfuerzos nominales del legislador, una cultura de servicio real a los ciudadanos por parte de las Administraciones Públicas, que siguen ancladas en esquemas pretéritos de servirse de los segundos como súbditos siempre prestos a secundar las ocurrencias de quienes en cada momento dirigen o trabajan en las primeras. El ciudadano, de esta forma, a pesar de la retahíla de derechos que se le reconoce, queda absolutamente indefenso por falta de medios o por el simple hecho de evitar el calvario de un pleito contra la Administración, cuya tramitación, encima, puede durar excesivamente, sin que se le confiera el beneficio de la suspensión de la eficacia de la resolución o el silencio administrativo recurrido salvo que avale las cantidades a pagar, por ejemplo.

A la vista de lo anterior, quizás se haga necesaria una reforma legislativa en el sentido de imponer la suspensión automática de los actos -expresos o presuntos- recurridos, actuándose siempre en beneficio del ciudadano. Es lo consecuente con los mandatos de la Constitución.

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