Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sevilla, su Magna y el ‘after’
Aveces mi trabajo, del que aquí refiero poco y en contadísimas ocasiones, merece la pena. A veces, digo, porque me brinda la oportunidad de conocer gente extraordinaria que me seduce. He disfrutado una de esas. En la capital, emocional y vibrante, de toda Iberoamérica, Madrid, tuve una junta cojonuda la semana pasada. Al caer una tarde calurosa, una reunión de trabajo en un entorno amable, con aguas, vinos y vermús, convocó a un grupo variopinto en una tabernita guerrera, sin más pretensiones que ser un sitio cómodo para la gente de su barrio y que tiene el sugerente nombre que titula esta columna: Santa Canela. La canela es dulzona, pero atrevida; visible, pero discreta; afrodisiaca. No eran malos ingredientes (y la tortilla es la mejor de todo Madrid).
El grupo extraño sumaba un curtido directivo de empresas, un afamado productor audiovisual, un actorazo de renombre, un respetadísimo economista de los, digamos, tres mejores en la Academia de ambos lados del charco y a un estratega profesional, idealista a marcha martillo, bueno a fuerza de bueno, discreto hacedor desde los primeros días de la democracia de la mayor parte de las cosas importantes que han pasado en este país. Estos tipos no tienen necesidad alguna de meterse en el follón que van a montar, porque la van a liar, y menos de explicarlo al sexto en discordia, que allí era yo, el hijo de un vendedor de Coca-Cola. Mi tajo, como es habitual, es el de poli malo: pongo dificultades, aprieto y aflojo, señalo carencias, dispongo opciones y, si se puede, compongo un cesto. El mimbre que llevo (que no es mío, pero lo disfruto y siento como propio) es, discúlpeseme la arrogancia, la mejor y más completa solución tecnológica que actualmente ofrecen los mercados para que todo lo que se pueda crear llegue a todos. Y ellos están dispuestos a crear cultura, facilitar que otros creadores de cultura lo hagan, ponerlo todo junto, darle pasión y exponerlo al mundo a un golpe de mando a distancia, de dedo en una pantalla o de clic en un ratón. Así, cultura a borbotones, cine, teatro, música… para todo un universo que habla español.
Más allá del proyecto, de una dimensión y audacia gigantes, estos tipos singulares se involucran en este movidón, porque les apetece hacer algo bueno: en vez de manosear su indudable éxito, viendo los toros desde la barrera (que, sin duda, se lo ganaron), vuelcan su prestigio, su dinero y su pellejo en esta aventura (valorizar la cultura en español) porque les da la real gana y porque quieren devolver lo que vencieron a las candilejas, con todas las miserias que también les provocaron, pero que no cuentan. Podrá decir un observador descreído que harán negocio. Vale. Pero lo que están montando no tiene precio, tiene valor. El actorazo me preguntó cómo no lo hizo antes nadie, si ellos, al fin y al cabo, no son tan listos. Yo le dije que probablemente tampoco esos otros fueran tan buenos como ellos. Cuestión de (santa) canela. Fina.
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