Tras muchísimas semanas de estado de alarma, esa situación excepcional a que nos hemos acostumbrado, catorce, con la que estrenamos, y dos días, para ser exactos, se acaba.

No estoy seguro de que lo vaya a celebrar, aunque sé positivamente que tendría motivos. El estado de alarma es una anomalía gigante que hemos atravesado con una actitud digna de elogio. Nunca antes vimos recortadas nuestras libertades a las bravas en democracia y lo habíamos asumido con tanta naturalidad, comprensión, apoyo y buen espíritu. Es cierto que existían razones que la han justificado y también que la estupidez manifiesta de muchos aspectos de la gestión general de esta crisis la han puesto frente a las cuerdas, pero finalmente ha sobrevivido con mejor brío que sus propios gestores. Catorce semanas y dos días es un verdadero pasote. Y, en el recuerdo de muchísimos que faltan, lo podemos contar.

Lo que hemos hecho durante estas semanas va a quedar en nuestra memoria. En la mía también. Lo he escrito. Ha sido como un relato íntimo, de ida y vuelta, saltando de lo importante a lo accesorio, del miedo y la preocupación a la risa y el chascarrillo, del trabajo duro al reposo tranquilo y me ha servido y me servirá. Para recordar y para recordármelo. Debo reconocer que me he enfadado muchísimas veces con la situación, conmigo mismo, con el gobierno, con el no-gobierno, con la administración y con la mismísima madre que nos parió a todos, definitivamente hasta los mismos de cada uno de nosotros. ¡Qué le voy a hacer! Como la inmensa mayoría, era un tipo normal que un buen día, tras unos cuantos de noticias inquietantes que cada vez se acercaban más, vio cómo de repente todo se paró y a casa. Pero también, gracias a la ayuda de muchas buenas personas, muy cercanas algunas (las más, las mías) y otras perfectamente desconocidas, he podido crecer haciendo cosas extrañísimas (utilizar las pantallas como ventanas cercanas, sentir el balcón como una catarsis, no faltar para aplaudir, emocionarme al levantarle el pulgar a un sanitario, saberme parte de algo más grande haciendo algo tan simple como quedarme en casa) y otras menos raras, pero vestidas con cierto lujo reflexivo (cocinar, plantar un huerto y rezar, otra vez). Por supuesto, preso de mis propias contradicciones, he seguido traicionando algunos propósitos nobles, de los que me sigo escapando (mitad adición, mitad pereza), y aún fumo y aún no hago deporte.

La normalidad que viene no es nueva, sino futura. Del mismo modo que el hombre que soy no será nuevo el lunes que viene. Ha vivido cosas distintas, eso sí. También esto. Y la normalidad que ambiciona es seguir adelante para poder contarlo. Otra cosa no sería un remate, sería el colmo. Y, venga como venga, no me lo pienso perder.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios