No es el relator frustrado, o el negociador, mediador, o la grabadora, no: es el relato lo que ha fallado. Estrepitosamente. La política se construye sobre las necesidades que se encuentran, un proyecto para ambicionar y las posibilidades que hay: de ahí nace un relato completo, una historia cierta en que la mayoría pueda verse representada, sentirse parte, y que desarrollar con liderazgo. Liderazgo es también ponerse al frente de los problemas y dirigir, explicando una visión que muchas veces no será la general, sino una demostración de audacia y visión. Ni relato, digo, ni percepción, ni visión, ni audacia.

Lo que ha pasado la semana que ayer cerramos con la manifestación de Colón es un tremendo desgaste gratuito para el Gobierno y, lo que es mucho más grave, para las instituciones del país. A diferencia de la posición separatista catalana, el discurso del gobierno de España es débil y vacilante. Los independentistas lo tienen claro: introducir en la negociación elementos de bilateralidad con el resto del Estado, que coloquen de igual a igual a las partes (por eso importaba el mediador-relator) y repetir hasta la saciedad el mantra, aparentemente inocuo, del derecho a decidir. Si son fronteras insalvables, no cabe el diálogo sobre dichas premisas. Si no lo fueran, cabría. Lo que no es posible es que tetas y sopas quepan en la boca. El problema del gobierno español es que formalmente no puede aceptar la apariencia de bilateralidad ni la autodeterminación; la crisis gorda aparece cuando los hechos se apartan de ese relato formal y el gobierno acepta, con una pirueta semántica pésimamente explicada, la figura del mediador y, con la propuesta archiconocida del derecho a decidir sobre la mesa, pretende sentarse a hablar: ¿de qué, nos preguntamos, si no es de esto?

Al gobierno, débil y rehén de los votos que le auparon, le falta valentía y criterio. Si el Presidente Sánchez cree honestamente que el conflicto con Cataluña puede desencallarse borrando las líneas infranqueables que hasta ahora han existido, debería defenderlo y explicarlo sin tapujos ofreciéndonos las supuestas ventajas de ese relato frente a cualquier otro, también frente al de la unidad de España. Si no lo cree, no puede hacernos perder el tiempo ni la dignidad como país. Todo ello, y en cualquiera de sus formas, con independencia de los presupuestos (irrelevantes en comparación con el desafío histórico del momento).

El país requiere un gobierno sólido y creíble. La solidez y la credibilidad de éste están solo apuntaladas por su origen, legal y legítimo, pero deficitario en términos de apoyo popular, porque no se contrastó. Quizás para los optimistas la legitimidad de ejercicio compensara las carencias, pero no ha ocurrido. Llegados aquí, el manual de la democracia no impone resistir sino votar. Cuanto antes, por favor.

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