Haré cuanto pueda para que no pasemos por alto esta semana el Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto. Tendremos en prensa algún breve que lo refiera. Lo recogerá un titular de los noticiarios, adornado con la imagen clásica del cruel Arbeit Macht Frei o de uniformes rayados dispuestos en fila hacia las cámaras de gas. No faltarán iniciativas institucionales de recuerdo y respeto en los parlamentos o en los cuerpos de los gobiernos. Pero es probable que pase por alto. Y pasará porque nosotros, en genérico, en colectivo, poco concernidos y algo molestos, no somos racistas, no somos así: somos diferentes.

Seis millones de judíos murieron durante la Shoá. Tres millones de eslavos, sin contar otros siete millones de soviéticos, entre civiles y soldados. Un millón de gitanos dejaron su vida también durante el Holocausto. Medio millón de discapacitados. Casi un cuarto de millón de masones. Unos cien mil homosexuales. Miles de Testigos de Jehová, fieles Baha'i, negros afro-alemanes y algún otro que pasara por allí. O buen producto o mercancía dañada; o Herrenvolk, raza superior, o Untermenschen, razas infrahumanas: indeseables.

Hitler y los nazis fueron el mal absoluto, pero no imbéciles. En el fondo sabían que su genocidio global contra el diferente no tenía justificación lógica. Eran conscientes de que la raza es una falacia, que no hay más raza que la humana. Por eso el subconsciente lingüístico que operó para definirla les delató. Hablaban de raza superior, solo una, la suya, a la que atribuyeron condición humana indisociable, y de razas infrahumanas, que estando por debajo de la suya, aquella humana, no llegaban a serlo. Era odio, sin duda. Y miedo.

Las mismas raíces impregnan hoy la ideología racista, construida sobre la gran mentira de la existencia de diferencias esenciales entre los seres humanos. Claro que hay diferencias físicas y accidentales derivadas de los orígenes étnicos. Como las hay entre los rubios y los morenos blancos, o entre el árabe y el bereber, o entre el judío de Williamsburg y el de Tánger, o entre la gitana de Praga y la de Jerez, o entre hutus y tutsis. Y qué. Donde no hay diferencia es entre la mancha racista que sacraliza la normalidad corriente frente al diferente, situándose encima, primero; ocupándolo todo, después; señalando al distinto, con recelo; acabando con él, muerta de miedo, por su inseguridad, henchida de odio, para justificarse.

No somos racistas, pensamos, pero asumir el discurso de que la diferencia importa es el principio del abismo. Los derechos no son raciales, son iguales: son humanos. Y están antes de que se escriban. No se otorgan, se reconocen. Nacemos libres e iguales en dignidad y derechos; dotados de razón y conciencia, no de color, religión o costumbres. Más te vale grabarlo a fuego, hermano, porque es lo que somos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios