El pueblo en la cara

Llegado agosto los pueblos vuelven a llenarse para incomodidad de los que en su día optaron por quedarse

Miguel Delibes, en su obra Viejas historias de Castilla la Vieja, refiriéndose a su protagonista, el Aniano, escribe que se sentía molesto porque todo el mundo le preguntaba de qué pueblo era, porque el Aniano, aclara Delibes, tenía el pueblo en la cara. Y no es nada ocasional ni literario. Si nos fijamos con detenimiento, la mayoría de los españolitos tenemos cara de pueblo. Por mucho que se haya nacido en una ciudad, se haya estudiado en una universidad y se ocupe un cargo importante en la Administración o en alguna multinacional, los rasgos y las costumbres rurales se encuentran a flor de piel. Están muchos más arraigadas de lo que se piensa y el pasado rural de gran parte de los que ahora habitan en las grandes ciudades sigue presente en la mentalidad y los comportamientos.

El arraigo a la tierra del campesino permanece latente en el sentido de la propiedad y la forma de entender lo público y lo privado. Lo mío es mío y lo de todos no es de nadie, comenta en un momento de la narración el señor Cayo. El sentido de lo colectivo es insignificante en la mente hispana si lo comparamos con el de la propiedad individual. De puertas adentro, lo mejor, que no falte de nada, pero lo exterior es zona de nadie, como si fuesen aguas internacionales. Lo primario domina la escena y el intelecto ocupa un lugar secundario, aunque esto no es exclusivo de la piel de toro. Pocas revoluciones, por no decir ninguna, se hicieron por motivos ideológicos, sino por el hambre y las penosas condiciones de vida. De la misma forma, una vez que la gente se acomoda y se siente segura, se olvida de todo, y la solidaridad y la austeridad pasan a formar parte del pasado.

Llegado el mes de agosto revive la vena rural latente y los pueblos vuelven a llenarse para mayor incomodidad de los que en su día optaron por quedarse, unos por necesidad y otros por decisión propia. La bacanal que cada fin de semana tiene lugar en las ciudades, cambia de escenario y rompe la paz de una España rural que, para el disfrute de los que han sido capaces de resistir, permanece vacía el resto del año. El ruido y el alcohol pondrán música de fondo a las fiestas patronales y el histrionismo colectivo se adueñará de plazas y espacios públicos, para mayor gloria de la industria hostelera. La ciudad mientras tanto, se convierte en un oasis de paz durante cuatro semanas. Carpe diem et in arcadia ego.

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