DE los dos millones y medio de españoles que trabajan al servicio de las distintas administraciones públicas en España casi medio millón lo hacen en Andalucía, según el último boletín estadístico del Ministerio que pastorea a este colectivo.

Son exactamente 489.671 personas, con el siguiente reparto: 254.094 al servicio de la comunidad autónoma, 128.444 en los entes locales (ayuntamientos y diputaciones), 88.122 en la administración general del Estado dentro de sus dependencias andaluzas y el resto, supongo, en las universidades.

Con estas cifras apabullantes es fácil hacer demagogia. ¡Medio millón de funcionarios! No es exactamente así. Entre el cuarto de millón que trabajan para la Junta de Andalucía, por ejemplo, los colectivos más numerosos son los que atienden servicios esenciales de la comunidad, como la enseñanza y la sanidad, y no el aparato administrativo de la autonomía. Muchos no son funcionarios en estricto sentido jurídico, sino personal laboral, si bien es cierto que es difícil que puedan perder el empleo.

No obstante, no deja de ser abultado el número de andaluces que no dependen del mercado laboral. Ni tienen ganas de hacerlo. Precisamente la pulsión de la estabilidad, el trabajo de por vida, está muy arraigado en la mentalidad colectiva. Vivir de la teta del Estado (multifacética: Administración central, Junta, ayuntamientos, diputaciones, empresas públicas) constituye uno de los objetivos más ancestrales de las familias para sus retoños. Sacar una oposición o incrustarse en el sector público por otros procedimientos más o menos directos es un viejo deseo, transmitido de generación en generación. El sueldo es, en general, más reducido que en el sector privado, pero queda compensado por la extrema estabilidad en el empleo. Fuera de la Administración hace más frío. Dentro, en cambio, son pocos los que están expuestos a las inclemencias de una crisis.

La única vez en mi vida que puede haberme convertido en funcionario dejé pasar la oportunidad. Por falta de vocación. Me alegro por los que la aprovecharon sobre la marcha. Sin embargo, no dejo de considerar que tanta devoción por el trabajo en lo público supone un evidente conservadurismo y, en esa medida, un despilfarro de talento colectivo. No por nada, sino porque el pesado aparato burocrático del Estado es un freno para la iniciativa y un seguro para la rutina. Un emprendedor que arriesga, imagina y se esfuerza en la iniciativa privada puede pasarlo mal, fracasar y volver a intentarlo, arriesgarse y salir adelante; un emprendedor en la función pública tiene todas las papeletas para que ni le escuchen.

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