Sobre lo público

Pensaba Larra, y no le faltaba razón, que la argamasa última de la sociedad es el egoísmo

La terrible angustia por el niño Julen nos pone, otra vez, ante la necesidad de lo público. La señora Rahola, hace unos días, afeaba a los extremeños su falta de pecunio, y daba a entender que era ella, como heraldo de la catalanidad fetén, quien pagaba las facturas de esa región de España. Contra ese inoportuno arbitrio se arbitró, precisamente, lo público. Lo público como forma de encauzar los recursos de una sociedad, para utilizarlos donde más conviene. Lo público como forma de restañar las grietas y troneras por donde el infortunio se allega a nuestras vidas. Ningún dinero mejor invertido -con permiso de la señora Rahola- que éste que ha ido a apresurar el rescate del niño malacitano que hoy nos aflige el corazón y nos llena de amargura.

El cantante Pablo Carbonell mostraba el lunes su escepticismo sobre el fruto de tal rescate. Un escepticismo, perfectamente lógico, pero que a algunos les ha parecido inoportuno, porque a nadie le gusta prescindir de la esperanza. No obstante, y por delgada y escuálida y remota que sea esta esperanza, está bien que el dinero de todos se destine, precisamente, a restablecerla; está bien que ese dinero vaya a donde tiene que ir: esto es, a decirle a quienes lo necesitan que no están solos. Pensaba Larra, y no le faltaba razón, que la argamasa última de la sociedad, aquello que lo mantiene unida, es el egoísmo. Pero ese egoísmo tiene una porción legítima, tiene una parte de interés común, que es el que nos permite obrar como una sociedad civilizada. Porque una sociedad civilizada (y España lo es en grado notabilísimo), es aquella que destina una parte de sus recursos a la protección del enfermo, a la educación del ignorante, a la promoción y a la tutela del desvalido. Y no hay muchas regiones del planeta donde esta civilidad alcance el grado de la española. En este sentido, podríamos decir que la civilización es, por naturaleza, barroca. Y lo es por lo que tiene de derroche, de gasto suntuario, de empresa "inútil", no sujeta a la mera escaligrafía del lucro.

Uno quisiera que esta formidable lucha contra los elementos acabara con el niño Julen en brazos de sus padres. Y que todos los que hoy pensamos en la oscuridad que lo rodea, nos sintiéramos, de algún modo, partícipes de su vida, un trozo pequeñísimo de su futuro. Uno quisiera que el niño Julen no recordara su infortunio de hoy, pero sí la multitud de hombres que velan por su vida. Uno desea, humildemente, que todo este dolor de ahora se trueque mañana en alegría.

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