Que el Rey emérito asista en Londres a los funerales de su pariente lejana Isabel II no debería ser un problema para el Estado ni para la Corona. Más allá de la curiosidad tontorrona que puede producir las imágenes o ausencia de imágenes del padre junto al hijo, la cuestión resulta de todo punto irrelevante. Sólo la afición nacional a azuzar falsas polémicas explica el interés en tertulias televisivas y saraos por el estilo. Don Juan Carlos está amortizado desde el punto de vista judicial. Pero también desde el punto de vista social. No queda ya un español que no sepa que mientras con una mano aseguraba la consolidación de la democracia con la otra se dedicaba a mover los hilos necesarios para acumular todo el dinero posible y en los ratos que le quedaban libres, que debían ser bastantes, a la conquista de féminas de excelente ver. Dicho con otras palabras, a hacer el Borbón como lo habían hecho sus más inmediatos e ilustres antepasados.

Por si quedaba alguien que albergara todavía dudas, la semana pasada se estrenó, con gran aparato publicitario, un documental, en tres episodios de una hora, que no aporta grandes novedades sobre lo ya sabido, pero que tiene el mérito de ponerlo todo junto y en orden. Salvar al Rey, que así se llama la producción disponible en HBO Max, habla, fundamentalmente, de cómo Juan Carlos se benefició de la impunidad que le daba la falta de control de los medios sobre sus actividades privadas y de cómo los servicios secretos tuvieron que emplearse a fondo para sacarlo de más de un lío. Y, sobre todo, del proceso de degeneración que empezó a final de los noventa y acabó con la abdicación tras el episodio penoso de Botsuana. El documental, prescindible desde el punto de vista del conocimiento de la historia más inmediata del país, sí aporta detalles para alimentar el morbo, como audios de la vedete Bárbara Rey o de la fotógrafa Queca Campillo y detalles chuscos de cómo se lo montaban en una furgoneta colocada al efecto en los Montes del Pardo. Qué cosas.

Un episodio más, en definitiva, en el proceso de degradación de la imagen del que un día fue el artífice de que los españoles recuperasen las libertades tras una gris dictadura y que luego hizo lo que hizo. Que asista o deje de asistir al funeral de Isabel II, que se sepan o no detalles de sus conquistas, no va a modificar la que ya va a ser su realidad en España en lo que le quede de vida: la de un proscrito social. Sólo le quedará el consuelo, supongo, de que algún día la Historia pondrá algunas cosas importantes en su sitio.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios