Si el centro derecha tradicional español -socialmente muy conservador, económicamente demasiado intervencionista- no lee bien lo que le ha ocurrido, con independencia de los pobres resultados que les cabe esperar en mayo, el fracaso será mayúsculo. Cuando el centro derecha tradicional ha crecido más en nuestro país es cuando menos derecha y menos tradicional ha sido. Es decir, cuando ha ampliado su base electoral y, sobre todo, su acción política, hacia posiciones menos propias de su historia en nuestro país. Sin traicionarse, posiblemente, pero sin dudas. Un ejercicio de memoria corta recordará al Partido Popular ubicado en lo que se denominó, con cierta osadía entonces, centro reformista, con un perfil económico casi exclusivamente basado en la bajada de impuestos. Ese PP primero ganó, luego arrasó, después perdió, pero se rehizo y volvió a ganar. La alternancia política es algo normal y saludable en democracia, pero las grandes crisis de sus actores no lo son tanto. Por supuesto que ese PP albergaba también el voto de la nostalgia y de la involución democrática, pero el bollo que le ha salido por su flanco derecho -que ha intentado taponar poniéndose cómodo para sus díscolos- ha desfigurado al PP que sus votantes (que no necesariamente militantes) identificaban. Los dirigentes de este Partido Popular, por convicción íntima ahora liberada o por estrategia errónea, están mucho más a la derecha que sus votantes potenciales, al menos aquellos capaces de otorgarle la oportunidad de gobernar.

Llamar por su nombre a la ultraderecha española, que siempre estuvo ahí calladita pero ahora viene algo más organizada y ligeramente blanqueada, no sitúa en el centro político por sí mismo. Tal como están las cosas ahora en todo el continente europeo nada garantiza que los movimientos ultras de base populista no consigan predicamento electoral, incluso éxito. En ese sentido, podemos darnos aún con un canto en los dientes por aquí, porque, aunque la veintena larga de diputados en el Congreso no sea una anécdota, no llegará a condicionar la vida política. Habría que aprovecharlo, no alimentarlo.

La reflexión que comparto no la hago desde el voto porque el mío nunca estuvo ahí, sino desde la inquietud. El equilibrio entre una izquierda posible y una derecha posible, más allá de sus siglas, es fundamental para la estabilidad del país y su progreso en términos sociales, económicos y democráticos. Me reconozco mucho más en la dicotomía (más permeable, menos maximalista) de lo que funciona y lo que no funciona, útil para encontrar respuestas nuevas a problemas viejos y soluciones creativas a retos contemporáneos (en esto sitúo el concepto político del centro: hacer que funcione), pero todo forma parte de un proceso. Y la renuncia a ese espacio por cualquiera que aspire a lograrlo es solo un proceso de descomposición.

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