Mientras que el nacionalismo catalán fue ligeramente hispanoescéptico tenía cierto encanto. Hubo portavoces en el Congreso de CiU que defendían sus intereses con eficacia y estilo, como Roca, Molins, Trias o Duran. Es verdad que su elegancia fue de más a menos. (Duran i Lleida pensaba que los parados andaluces echaban el día en el bar del pueblo). Aquello, en todo caso, era llevadero en comparación con la insufrible hispanofobia del moderno ultranacionalismo. Una aversión que les lleva al ridículo.

Ha resultado divertida la reciente derrota de la brigada jurídica del procesismo en el Tribunal Europeo de Derecho Humanos, sobre la suspensión de un pleno del Parlament que pretendía proclamar la independencia de Cataluña. En primer lugar, porque se han tirado los trastos a la cabeza en twitter los abogados de Puigdemont y de Junqueras. El uno se preguntaba quién había hecho el recurso y añadía que estos son sitios muy técnicos a los que hay que llegar con los deberes hechos y los pantalones puestos. El autor de la demanda era el letrado de Junqueras, que se defendió diciendo que él no habría presentado la demanda en inglés. Y que la traducción era deficiente. Un lío, por la manía de evitar el castellano.

La demanda de Puigdemont, Forcadell y otros 74 diputados sostenía que se violaron sus derechos humanos cuando el Tribunal Constitucional suspendió un pleno del Parlament, que el 9 de octubre de 2017 iba a proclamar la independencia catalana. El Tribunal de Estrasburgo, última esperanza de los sediciosos cuando la causa que se juzga en el Supremo agote sus recursos, rechaza la reclamación contra España: lo que hizo el Constitucional era pertinente para mantener la seguridad y proteger los derechos y libertades de las minorías.

Eso les pasa por hispanófobos. Los procesistas han contraatacado con la opinión que un grupo de expertos en procedimientos especiales ha hecho llegar a la comisionada de la ONU para los Derechos Humanos. Estos voluntarios no han venido a España y algunos de ellos tienen relación con un bufete contratado por la Generalitat para internacionalizar su causa. Estos sí sabían inglés y el ultranacionalismo catalán se ha agarrado al asunto como a un clavo ardiendo.

Estos lances fallidos recuerdan la actuación del viejo patrón de Esquerra durante la transición. Heribert Barrera llegó al Parlamento Europeo en los 90 dispuesto a no hablar jamás en castellano. Lo hacía en un inglés macarrónico, que los intérpretes tenían dificultad para trasladar a otras lenguas. Hasta que un día un hispanista británico le rogó que hablara en español, para que pudiesen traducirlo a otros idiomas y sobre todo para que él pudiese entenderlo, porque aquello que decía era un disparate. Como lo de ahora; un perfecto desencanto.

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