Avanza la idea de que en este mundo nuestro, global y de estructuras aparentemente inamovibles, todas las cartas están ya repartidas, los papeles adjudicados y la posibilidad de modificar aquello que no nos gusta, sólo al alcance de grupos que se han autoproclamado protagonistas únicos del presente. Se adoctrina al individuo, además, en lo inútil de buscar cualquier camino propio, en la resignación, constantemente sugerida, frente a unas circunstancias que se le muestran como ajenas, excluyéndolo de la menor autoría en el diseño del futuro y relegándolo, también, a mero receptor de lo que otros -las elites, las rígidas organizaciones que monopolizan los mecanismos de poder- planean y ejecutan.

Y, sin embargo, a poco que uno se fije, averiguará la falsedad de tal planteamiento: lo que ahora somos, el desarrollo del que hoy disfrutamos, procede mucho más de los pequeños esfuerzos cotidianos, del obrar callado y diario de cuantos nos precedieron, que del dictado genial de los elegidos. Su heroicidad resulta, en términos históricos, minúscula, incapaz de explicar por sí sola las conquistas que nos definen.

Este hecho -obvio- tendría que ser suficiente para, de una parte, abandonar tutelas insostenibles, intentos estrafalarios de esclavizar nuestra conciencia, fórmulas sofisticadas aunque erróneas de perpetuar una determinada y momentánea posición en el tablero. Empiezan a surgir los primeros síntomas de un cierto hartazgo de lo uniforme, de lo pétreo, que, si nuestros dirigentes no atienden, acabará reventando la artificial máquina que los mantiene.

De otra, aquella constatación a la que me refería ha de devolvernos la esperanza en nuestra imparable fuerza, en el efecto decisivo de nuestros actos, en su virtud que movió y moverá la historia. Nos engañan quienes predican que nada podemos hacer, que el destino no nos pertenece, que ellos se encargarán de construirnos el paraíso de los obedientes. Cada cual ha de descubrir la tenuidad de la frontera entre lo individual y lo universal, lo que alguien llamó "el poder real de la impotencia", el enorme influjo de nuestra voz humilde, coherente y rebelde. Porque el mañana, conviene recordarlo, no depende ni de líderes despóticos, ni de magnates, ni de presuntos e inciertos sabios, sino de millones de impulsos anónimos, comprometidos con la justicia, leales a sus verdades, custodios de una dignidad en la que, sin duda, se refugia nuestra dignidad toda.

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