No, no va de pandemias. No tratará de infecciones bacterianas, de virus, ni de enfermedades infectocontagiosas, no. Que no están los ánimos para más lectura dominguera de esos brotes. No es esa peste lo que les cuento. Les hablo solo de olor, de olores, del bueno, del malo, del subjetivo, de los de antes, de los de siempre. De olfatear y trasladarse a lugares, tiempos y compañías; va de husmear y reencontrarse con gente que ya no está. Va de olisquear, arrugar la nariz, recordar y sonreír.

Del olor a abuelas, a pimientos asados durante horas en el horno, al vapor denso del cocido, puede que a churros o a chocolate. Va de abuelos, que aquellos se repartían hasta los olores, el de los libros viejos. El de las ferias de antes, que es el del caramelo que recubre las manzanas, el de los buñuelos y el algodón de azúcar. El otoño y el frío huelen a castañas asadas y a guisos. El olor a verano, que es el del cloro y la dama de noche, dama que el cambio climático ahora la deja viva hasta noviembre.

Porque al oler, al cerrar los ojos, concentrarnos e inspirar, podemos retrotraernos a momentos y contextos de nuestra vida. Mi infancia huele a cole -que tiene olor propio-, también al quemado de los zorzales en la chimenea recién cazados. La edad adulta, al de mi primera hija al nacer, ese aroma que no se olvida, a polvo de talco mezclado a vida. Olor puro.

Estos días, de incertidumbre y pérdidas, de añoranza por ausencias recientes y otras que no lo son tanto, he retomado un aroma inconfundible. El olor a puro. Olor que, como el dolor, del que solo lo separa una letra, no desaparece nunca del todo. La peste a puro, esa que reprochaba, por la que me quejaba y protestaba continuamente, se impregna; se adhiere a todas las superficies fuertemente, no es fácil que desaparezca, sólo se hace algo más suave, sutil, algo más llevadero con el tiempo, pero permanece pegado. Como el dolor. Recuerdo aquellas mañanas al subirme al ascensor y constatar que mi padre ya había llegado, o entrar al despacho y deducir cuánto tiempo hacía que se había ido él u otro ausente, en función de la intensidad de aquel olor a puros, la peste.

Ahora que olemos a higienizante constante, a alcohol desinfectante, se hace aún más evidente que hay olores, sensaciones que no volverán, situaciones que no se repetirán. Por eso, me parece una buena idea tirar de memoria olfativa, inspirar, reencontrarnos con sensaciones y sonreír. Cerremos los ojos, inhalemos, disfrutemos de lo vivido.

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