En esta hora dramática de España, amenazada por una enfermedad aún incontenida y depauperada hasta extremos todavía incalculables, agrava el pronóstico el adocenamiento de una sociedad incapaz de encontrar causas comunes, estúpidamente polarizada, dividida en frentes estancos que se nutren a diario de la consigna antes que de la reflexión. El fenómeno, que no es nuevo ni casual, halla su mejor caldo de cultivo en tiempos de incertidumbre y de miedo. Ante la inseguridad de lo que llega, el españolito corre a refugiarse en la ortodoxia de los suyos y a demonizar cualquier idea que proceda de los otros, del enemigo. Medio país está convencido de que el otro medio conspira para arrebatarles el futuro y ambos aceptan la memez de que la salvación sólo está en sus principios.

Hace unos días, preguntado Emilio Lledó por lo que hoy realmente le inquieta, el sabio contestó que "debemos estar alerta para que nadie se aproveche de lo vírico para seguir manteniéndonos en la oscuridad y extender más la indecencia". Lledó considera clave que el ciudadano recobre su capacidad crítica y acierte a plantearse las preguntas consustanciales a una mente cabal e independiente: quién nos dice la verdad, quién nos engaña, quién quiere manipularnos. Ese ejercicio, a la par personal y colectivo, es el único que quizá nos garantice una salida impecablemente democrática.

La desazón de Lledó, y acaso su intuido pesimismo, viene de antiguo. Ya en 2013, identificaba la de la inteligencia como nuestra peor crisis. Han sido décadas de adoctrinamiento, de calculado proselitismo, de desprecio por una formación que fomentara espíritus inquietos, rebeldes, celosos en la defensa de sus elucubraciones, criterios y hallazgos. Todos los gobiernos han insistido en el cómodo expediente de querernos dóciles, acríticos, alineados en su espurio provecho. Por la mansedumbre inoculada, han alcanzado liderazgo personajes huecos, políticamente amorales, carentes de cualquier mérito o talento. Éste, que es el verdadero desastre, intensifica los peligros de una coyuntura tan funesta como potencialmente disgregadora. Si un imbécil con poder es algo terrible, todavía lo es más que, sea en la diestra o en la siniestra, nadie ose denunciar su desnudez.

Miren, yo no me resigno. Mis errores y aciertos me pertenecen. Y aquietarme al mensaje prefabricado, artero y falaz de tanto necio encumbrado, me parece la mayor traición a mí mismo y a los míos.

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