SÓLO el comunismo podrá salvarnos". La frase corresponde al filósofo italiano Gianni Vattimo, que tal vez necesitado de calor mediático, la va prodigando de entrevista en entrevista como si de un anuncio publicitario se tratara. Para todos aquellos cuyas vidas transcurran razonablemente bien en los márgenes de toda filosofía, tal vez que sea conveniente aclararles que Vattimo es uno de los máximos representantes de aquella bagatela intelectual que en las últimas décadas se ha conocido con el nombre de posmodernidad, término que, por cierto, el pensador reclama, sin mucho pudor, como invención propia. La posmodernidad, para ser muy parcos, vendría a considerar que la realidad no es sino un constructor de interpretaciones que interpretan otras interpretaciones que son, a su vez, interpretadas por alguien con cierto poder para interpretarlas. Lo curioso del caso Vattimo es que si ese intérprete poderoso fuera, según su deseo, algún partido comunista, cualquier interpretación que difiriera de la oficial quedaría fulminantemente abolida.

Hay que decir que la provocadora frasecilla de Vattimo es una paráfrasis macabra de otra que ya promulgara en su día Martin Heidegger (de cuya filosofía todo el pensamiento del italiano no es sino una ínfima nota a pie de página), el cual, tal vez atribulado por sus connivencias con la locura nazi, vino a declarar que "sólo un dios puede salvarnos". Es posible que Vattimo, cristiano confeso, al fin y al cabo, la haya tomado al pie de la letra, y que donde el alemán dijera "dios", él, después de tantos años reprimiendo su sed de absoluto bajo la etiqueta del "pensamiento débil", se haya limitado a leer "comunismo", una forma, en definitiva, de cristianismo sin dios, según se encargara de poner de manifiesto el bueno de Nietzsche.

El azar, que es también un dios, y a veces un dios burlón, ha querido que las declaraciones del pensador italiano me hayan sorprendido en plena lectura de las memorias de la viuda del poeta ruso Osip Mandelstam que, como millones de compatriotas suyos, encontró la muerte en un gulag por el terrible delito de haber cargado las tintas más de la cuenta en un poema dedicado al compasivo padrecito Stalin. La obra de su viuda, Nadiezhda Mandelstam, que enarbola el orgulloso título de Contra toda esperanza, se inscribe en esa profusa bibliografía del horror en los experimentos totalitarios del siglo XX. Si el siglo XIX puede considerarse como la cuna de la mejor literatura de terror, el XX proporcionará a los tiempos venideros un amplio catálogo de los horrores que en él se cometieron en nombre del dios que vendrá a salvarnos. La literatura de terror interpela a las peores pesadillas de la imaginación; la literatura del horror se limita a describir las terribles realidades que la imaginación nunca podría haber sospechado que llegaran a producirse.

A estas alturas uno se pregunta qué propensión abyecta habita en el ser humano para seguir añorando la esclavitud como ideal de vida. Cuando el pensamiento débil, por no decir enclenque, de este oráculo de la tiranía arremete contra los males, ciertamente graves, de las democracias de nuestro tiempo, es difícil no acordarse de los millones de inocentes sacrificados en los altares de esos dioses sedientos de sangre que, según sus siniestros profetas, aún pueden venir a salvarnos. Uno de los escasos socialdemócratas que consiguió conservar algo de lucidez y de cordura en la borrachera posmoderna que aún padece la izquierda, el recientemente fallecido Tony Judt, al comparar sus experiencias de niños mimados en el París del 68 con la verdadera revolución que, en los mismos momentos, se estaba produciendo en los países del Este, tiene, al menos, la decencia de preguntarse: "¿qué sabíamos nosotros del valor que hacía falta para aguantar semanas de interrogatorios en las cárceles de Varsovia, seguidos de sentencias de prisión de uno, dos o tres años a estudiantes que se habían atrevido a pedir las cosas que nosotros dábamos por descontadas"?

Tal vez la batalla más decisiva que ha ganado el comunismo después de muerto ha sido conseguir que, mientras las amistades peligrosas con el fascismo condenen a quien las exhiba al infierno de la exclusión social, las profesiones de fe comunista sigan conservando una cierta aureola de resistencia moral y heroísmo político. Da igual que lo de Vattimo, un creyente al fin y al cabo con nostalgias de absolutos, sea el producto de un convencimiento sincero o el recurso de un pícaro que no se resiste a ver cómo su irrelevancia filosófica se escurre inexorablemente por los desagües del olvido. En el primer caso sería apenas un tonto indigno de aparecer como filósofo; en el segundo, un simple canalla que no tiene el menor escrúpulo en escupir sobre la tumba de millones de muertos. Sea como fuere, una mente cautiva que aún sueña con un dios totalitario que venga a liberarle de las fastidiosas incertidumbres del pensamiento.

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