Miki&duarteDESDE LA RIBERA

Luis Pérez-Bustamante / Lperez@eldiadecordoba.com

Un payaso en el teatro

ENTRÓ en la sala sin maquillaje. No llevaba la nariz roja ni vestía pantalones de grandes cuadros y colores llamativos. Miró desafiante a su alrededor, dedicó unas sonrisas llenas de cinismo a los suyos y mandó un beso a su amada. Después se sentó, miró al juez y le dijo que no participaría en aquel "teatro" por mucho que le preguntara; que no le reconocía autoridad ninguna y que era un esbirro más del Estado opresor. No dijo más.

Diez años y medio antes, un 20 de mayo de 1996, Miguel Ángel salía de su casa como todas las mañanas, se paraba en el mismo sitio de siempre y esperaba el microbús con el que tenía que trasladarse a su trabajo en Cerro Muriano. Ni él ni nadie podían imaginar que vivía sus últimos segundos antes de que un analfabeto mental apretase un botón y ejerciera de verdugo de un hombre inocente. Miguel Ángel no se enteró de nada, la fuerza de la explosión segó su vida y se llevó por delante ilusiones, sueños y proyectos de futuro porque un animal había decidido que no tenía derecho a vivir. Un animal que habitaba en las madrigueras de Francia dictando sentencias de muerte sin pestañear por un conflicto que sólo aquellos que tienen las entrañas huecas pueden defender. Suerte que no tardó mucho en ser detenido y desde entonces pasa sus horas tras unos barrotes que no entienden de política ni de terrorismo, pero que, a buen seguro, hacen mella hasta en el corazón de quien no tiene corazón.

Han pasado más de diez años y José Javier Arizcuren Ruiz, Kantauri para los amigos, se ha sentado en los bancos de la Audiencia Nacional para responder ante la Justicia del día en que decidió que había que matar al sargento Ayllón. Eran momentos en los que ETA golpeaba con fuerza y los miembros de la llamada línea dura habían dado la orden clara de matar, matar y matar. Años en los que se gestó esa bestia que después acabaría con otro Miguel Ángel, en esta ocasión Blanco, por la espalda y a sangre fría para demostrar a España cuán salvaje podía ser.

En esta década larga, la familia del militar seguro que no ha parado de preguntarse por qué la tragedia tuvo que cebarse con ellos aquel día. Por qué aquellos kilos de amosal tenían su nombre; por qué un tal Asier Ormazábal tuvo que apretar ese botón de manera cobarde y a distancia; por qué tantas cosas... Ahora es el momento en el que el juez, el famoso magistrado Gómez Bermúdez, debe resarcirles, por lo menos en parte, y mandar a esa bestia llamada Kantauri a la cárcel durante largos y largos años para que allí, maquillados los cachetes, con la nariz roja puesta y los calzones de colores, se sitúe ante tan maravilloso público y haga las delicias de ese teatro del que tanto le gusta hablar.

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