El uso de la palabra, el gusto de la palabra, el código de la palabra, no estará nunca sobrevalorado. Es esencial volver a lo simple, a lo sencillo, al difícil y complejo engranaje que mueve el compromiso de dos personas que se dan la mano, se miran a los ojos y esperan, sin dudas, que el otro, la otra, cumpla con lo cerrado. Así de sencillo, digo, así de difícil, afirmo.

La vida fingida que llevamos, este frenesí de velocidad y vértigo, de soluciones inmediatas y de respuestas prefabricadas a los problemas que surgen (en modo de demandas finas, de reclamaciones fundadas o de peleas reparadoras, puñetazos desesperados, en cada polo de los remedios), nos da lo que merecemos. Al asumir el forzado teatrillo, que nos ubica en un código más asumido que asumible, participamos del engaño y nos convertimos en rehenes de nuestra propia trampa. Abarcamos más de lo que podemos, nos embarcamos en más de lo que nos llena, nos alejamos de nosotros mismos, de lo que somos en verdad, de lo queremos de veras y de lo que necesitamos en serio, para seguir en la rueda de un viaje a ninguna parte.

Esa vida, que no es tal, tiene sus reglas y hasta podría parecernos, altivos, soberbios, que las conocemos y sabemos exprimirlas, forzándolas al límite (y a veces más allá, si el árbitro se despista), hasta que muy recurrentemente nuestro interés real, el genuino, el que no aparece para no molestar pero que está latente como un brillito de luz, choca con el interés impostado, el que tenemos que demostrar porque nos han convencido (o nos hemos convencido, qué más da) de que es el que vale porque se puede cobrar, porque se puede rendir, porque se puede vender. Y, sí, cuando pasa hay catástrofe, como poco, conflicto; como poco, tensión.

La respuesta a ese momento es dura, no lo niego, porque todo está convencionalmente sujeto a un guion externo. Como es dura, primero va la negación, el rechazo y, luego, la dilación y la excusa. Y entonces se corre el riesgo de vivir enquistado en una bolsa de pus. Hasta sin saberlo, nos dirán. Pero se sabe.

El remedio es simple. Insisto, sencillo. Y en la sencillez de lo simple, por raro, hoy, autopista espídica de maestros del rodeo, habita la palabra. Yo transito en el mundo real, en el del interés creado. No es por convicción, es por comodidad. Y es seguro que cuando escribo esto, por mucho esfuerzo que ponga, encuentre a alguien en la calle que me reproche un conmigo no, pero quiero ser del mundo verdadero, el del interés real, el que se mira en el espejo y se reconoce, y estos días he disfrutado del placer doloroso de correr por esa misma calle, como alma que lleva el diablo, para que el otro (hombre de una pieza, cabal y honrado, de raíz) diga cumplido. Mi lista es larga y los deberes muchos, soy consciente y estoy en ello, pero qué bien hace saltarse la norma falsa para honrar la buena. Palabra, tú.

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