El peor resumen de lo acontecido el pasado domingo en Madrid se lo hemos oído al exministro Pepe Blanco. Para él, en Colón había "demasiado facha junto para tan poca cosa". No es que me interese demasiado su opinión, pero sí la facilidad, suya y de tantos, con la que se recurre a una palabra -facha- que, por sobreúso, empieza a no definir nada.

Y miren que el término tiene perfiles exactos y temibles. Para el DRAE, facha significa "fascista" y, en su segunda acepción, "de ideología política reaccionaria". Eso, en el marco de nuestro país, es equivalente a franquista, a persona que añora el tiempo y las reglas de la dictadura. Desde tal óptica, cabe preguntarse si de verdad buena parte de la izquierda piensa que en España sobreviven millones de fachas. Como tonta no es, no lo creo; y cuando utiliza la palabreja de marras me parece que lo hace mucho más como insulto fácil que como calificativo certero.

Añadan que con la llegada de las redes se ha estirado en extremo lo que el adjetivo cobija: cualquiera que muestre algún rasgo de ideología conservadora o sencillamente se desvíe del catecismo progresista es un facha abominable. Fachas son, por esta vía, Casado, Feijóo, Corcuera, Guerra o el mismísimo Felipe González. Incluso, a raíz del 1 de octubre en Cataluña, la expresión alcanza una dimensión nueva: allí, si no eres independentista eres facha. Rivera o Serrat han sufrido los efectos de esta pintoresca mutación.

Frente a semejante disparate, dos razonamientos sensatos. Dice Garzón que ser fascista "es no aceptar los principios democráticos, no respetar la diversidad, ser intolerante y representar los atávicos métodos que durante más de cuarenta años nos rigieron". Baltasar, como cualquier otro observador imparcial, no ignora que aquí, de ésos, quedan cuatro y el gato. Con menos circunloquio, el escritor Antonio Muñoz Molina subraya que se trata hoy de "una palabra inútil, gastada", de un latiguillo que aborta cualquier posibilidad de debatir racionalmente nada.

¿Y saben cuál es la consecuencia más penosa? Pues que a fuerza de vulgarizar su empleo pasa a ser palabra que ya no hiere. Etiqueta a tantos y de forma tan estúpida y errónea que pierde su carga estigmatizadora. Estoy, en esto, con la economista Marta Flich: no desvirtuemos el lenguaje; seamos coherentes con lo que los vocablos significan; llamemos fachas a los fascistas y gilipollas, o cualquier otra lindeza que les cuadre, al resto.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios