PABLO García Baena es la palabra pulcra y sensorial, es una percepción de lo que ocurre en un tiempo que está fuera del tiempo, en una magnitud de lo inasible que se vuelve fragancia, pulpa y música. La poesía de Pablo García Baena se concibe a sí misma como un todo en el que está presente por igual el tacto y el olfato, el sabor y el oído, la vista de un pasado primigenio que alcanza perfección sobre el atril de su verso radiante. Después de Pablo, es imposible escribir sobre el río de Córdoba atendiendo a la furia incontenible, ya calma amorosa, del devenir del tiempo sobre el agua, del mismo modo que junio, como mes y también como actitud, como poesía vital, diamante bruto en la sensualidad de lo vivido, no puede reescribirse ni inventarse después de que su música brillara para nombrar al fin lo imperturbable de una ciudad larvada de belleza convertida en objeto poético del mundo. Quizá ha llegado ya el momento de decir, públicamente al menos, que Pablo García Baena es mucho más que Cántico. Que Cántico, como isla en el desierto velado de posguerra, fue un entroncamiento con la mejor tradición contemporánea: la que había nacido en el modernismo y las vanguardias, en Rubén Darío y Juan Ramón, para desembocar y morir, al acabar la guerra, con el exilio del grupo poético del 27, como descubrió Guillermo Carnero. Cántico, como isla o quizá como archipiélago de voces azarosas y encontradas, con sus ecos y sombras, fue una excepción, pero la poesía plástica de García Baena, que es un autor en plena producción tras publicar, el pasado año, un libro esmaltado y vertical, hermoso y joven, titulado Los campos Elíseos, es una poesía singular. Encontrarse con Pablo quizá tras San Miguel, cualquier mañana, es un diálogo suave, muy hondo y agudísimo, de patricio romano en quien reconocernos, tras su vuelta, después de haber vivido en otras tierras, como una visión nueva: la de una ciudad antigua, quizá deshabitada, que ya sólo es posible en sus poemas de luz incardinada en la belleza.

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