Nadie parece recordarlo, pero el político que con el apoyo de Podemos, Bildu y todo el independentismo catalán fue elevado a la condición de presidente del Gobierno nombró a un ministro que dimitió a los siete días por un viejo asunto fiscal del que quien le había nombrado parece que no tenía conocimiento. Ese mismo político que da órdenes a la Abogacía del Estado para suavizar el trato a dispensar a los golpistas también nombró a una ministra a la que obligó a abandonar por un quítame allá un copia y pega del que tampoco sabía nada. En todos estos casos se criticó a quien hizo tales nombramientos por no haber analizado adecuadamente el perfil del nombrado a fin de evitar los escándalos posteriores. Una crítica razonable.

Esa crítica parece que no se puede formular a la hasta hace poco secretaria general del Partido Popular María Dolores de Cospedal. Hemos podido comprobar cómo quien aspiró a presidir el partido se dedicaba incansable cuando otros descansaban -a ello se debe sin duda que las reuniones se celebrasen cuando no había nadie en la sede de Génova- a recabar datos acerca de compañeros de militancia y a encargar la elaboración de dossieres sobre alguno de ellos.

Era su obligación, ha declarado esta semana. Es cierto, a un secretario general de un partido le es exigible el control de sus miembros a fin de evitar que prosperen en él sujetos poco ejemplares, que se elijan candidatos poco adecuados o que se encarguen labores de gobierno a quien carece de cualificación ética para ello. Donde falla el argumento de Cospedal es, aparte de que durante su reinado proliferaron episodios de corrupción no atajados y se seleccionaron algunos candidatos poco aptos, en que tal obligación no puede cumplirse utilizando atajos, al margen de las normas del partido, sin dar explicaciones a nadie y, mucho menos, utilizando estructuras paralelas muy discutibles. A estas alturas es obvio que ordenar un espionaje a Javier Arenas no tenía por fin cumplir con su obligación sino intentar encontrar una información para laminarlo: inaceptable.

Quizá no merezca abandonar la política de esta manera y por la puerta trasera, pero va a tener difícil evitarlo en un momento en el que la exigencia de ejemplaridad y transparencia se ha convertido en el eje del discurso de un Pablo Casado que necesita demostrar que sus palabras se corresponden con sus decisiones. Prescindir de quien le aupó a la presidencia sería un gesto seguramente doloroso para él pero inequívoco; no hacerlo aseguraría un largo purgatorio mediático. En clave electoral andaluza pasaríamos del muchas veces oído "si hay un buen resultado es por el efecto Casado y si lo hay malo es culpa de Juanma" a si el resultado es bueno es gracias a Juanma y si lo es malo es por obra y gracia de Madrid, sus líos, sus dimes y sus diretes.

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