Así empiezan algunas de mis novelas más queridas: "Por dos dedos, quizá un poco más, no superaba el metro ochenta, era de complexión fuerte y avanzaba hacia uno con paso firme…"; "El primer rayo de luz que hiere la penumbra y convierte en claridad cegadora las tinieblas que parecían envolver los primeros tiempos de la vida pública de…"; "Mucho tiempo he estado acostándome temprano…"; "Hacia las tres de la tarde, Bessie Popkin comenzó a prepararse para salir a la calle. Salir de casa comportaba muchas dificultades y problemas, especialmente en los ardientes días de verano…". Pero ninguno me conmueve como este: "Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó: ¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!".
Es un libro tenido por infantil. Un error, porque sólo se comprende cuando se es padre y se va viendo, no sin melancolía, cómo, conforme el proceso educativo y la socialización avanzan, los niños van perdiendo esa desmesura emocional en la alegría y la tristeza, ese brillo en los ojos, esa desarmante sinceridad en los besos y los abrazos, esa ternura que les hace tan vulnerables, esa risa de cristal y esas lágrimas puras, ese gusto por el juego y esa creatividad. Todos los niños juegan, pintan, cantan, se asombran ante lo que los adultos no ven (otra obra muy querida: "Las personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera de pintor").
Algo hacemos mal para que sólo unos pocos adultos, los artistas, conserven estos dones en el gozo o el dolor. Picasso dijo que le llevó una vida aprender a dibujar como un niño; Fellini, que ignoraba qué era ser un adulto, y Rilke, que la verdadera patria del hombre es la infancia. Lo aprendí cuando fui padre. Y lo siento ahora cuando veo la sonrisa luminosa y el brillo limpio de los ojos de mi nieta. Ojalá conserve siempre en ella la niña que es. A la Macarena, guardiana de la fuerza de lo frágil, la eternidad de lo fugaz y la grandeza de lo pequeño, se lo pido.
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