Cuando hace un par de años la cosa catalana se encontraba en su momento más top, pudimos leer historias personales que nos pusieron los pelos de punta. Recuerdo enmudecer escuchando en la radio relatos de rupturas de familias, de crisis entre vecinos, de hermanos que dejaron de hablarse por aquello de su pueblo. Desde la distancia, leíamos y escuchábamos esas historias con horror y pensábamos en lo absurdo de verse en esas situaciones por las diferencias del pensar. Aquello nos pillaba más o menos lejos. Ahora, las cosas de la política vuelven a llegar a la mesa y en el pre, el durante y el post elecciones de la semana pasada, fueron muchos los que contaban que lo álgido de las conversaciones estaba tomando un cariz preocupante.

Tenemos la capacidad de vislumbrar en los políticos tonos que condenamos, somos críticos con las expresiones, con la agresividad verbal que les escuchamos, imploramos sosiego en las actitudes y en los mensajes; nos es fácil tomar distancia y condenar esa crispación. Sin embargo, últimamente he tenido la sensación de que esos gritos los hemos hecho nuestros y que, cual candidatos extremistas, también sermoneamos a los que se nos ponen enfrente reproduciendo esos tonos desaforados y excesivos. De una nueva manera criticamos a nuestros cuñados radicales, somos duros con las primas que hacen campaña por los extremos pero puede que no nos estemos dando cuenta de que nosotros también estamos cambiando el tono. Fueron muchos los que la semana pasada contaban que en sus casas la confrontación había alcanzado un nuevo nivel, que suegros exaltados rozaban cotas preocupantes de intolerancia, que por primera vez no compensaba el enriquecimiento del debate porque estaba trayendo enfrentamientos que algunos calificaba de desproporcionados, con miedo al sin retorno.

No compensa. No podemos permitirnos perder o fastidiar relaciones personales porque hemos acabado haciendo nuestros los exabruptos de la tele. Pienso en mis listos de derechas, en mis listísimas de izquierdas, incluso en mis radicales de uno y otro lado -que como todos ustedes, también los tengo- y a esos les pido que no se vayan, que se queden cerca, que no quiero perderlos y que me comprometo a reaprender a escuchar lo opuesto. Que no merece la pena que hagamos nuestros esos odios radiados y televisados; que sigamos brindando y conviviendo con la diversidad. Bajemos nuestro tono como bajamos el volumen de la tele, resintonicemos con la tolerancia y el respeto. Que esas brechas con los nuestros no merecen la pena.

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