La memoria no basta por sí sola para alcanzar la redención. Pero no hay posibilidad de redención sin memoria.

El mundo asistió descarnado al descubrimiento atroz de la maldad del Holocausto. La liberación del campo de exterminio de Auschwitz propagó paulatinamente las secuelas del horror nazi sobre millones de seres humanos despojados de su dignidad, de su condición existencial más básica y, finalmente, de su vida. El asesinato sistemático y planificado de los judíos europeos, y de otras minorías étnicas o sociales, respondió a una escasamente armada ideología racista que fue encumbrada al poder y sostenida en él por una mezcla infame de comodidad y miedo. Mientras se combatió en los campos de batalla y en las salas de inteligencia al nazismo territorial y militar hasta conseguir su derrota, saber qué pasaba en los campos de exterminio no fue una prioridad. Después, derrotado el monstruo, conocer cada día los detalles de la dimensión de la barbarie situó al mundo entero, horrorizado, frente a su espejo. Nadie sabía nada. Hasta entonces. Los supervivientes saben que muchos, ciertamente, no lo conocieron, pero también que bastantes adormecieron su conciencia apagando su memoria personal. Mintiendo.

El paso de los años mitifica el Holocausto. Nos redime. Se ha construido una verdad histórica, asumible. Dicha verdad se forjó sobre el relato minucioso de las atrocidades cometidas pero fijando una autoría colectiva menos voluminosa. Los dirigentes del nazismo y los jefes de los campos fueron los culpables y se impartió justicia sobre ellos. Algunos, los más destacados, se suicidaron, y escaparon del juicio de la humanidad. Otros fueron sometidos a los tribunales y también pagaron con su vida. Pero la cadena de culpabilidad concreta se acabó pronto, se acortó mucho. Se hizo aceptable. Para seguir viviendo.

El Holocausto existió. Y el caldo de cultivo racista que lo permitió también, porque antes del Holocausto, antes del propio monstruo, la diferencia de trato, la imputación de responsabilidad de los males de un país u otro al diferente, las leyes discriminatorias, los brazaletes marcados, los guetos, las deportaciones, los asesinatos puntuales, después colectivos, después sistemáticos, los campos, las cámaras de gas, los montones de cadáveres, el nauseabundo hedor permanente de la carne quemada, precedieron a las cenizas.

Nos jactamos ahora de ejercer la memoria. Pero es una memoria imperfecta, incompleta. Es una memoria parcial que se conjura colectivamente para que no vuelva a ocurrir el mal mayor. Pero, a veces, olvida que la concreción del horror final es la suma de pequeños males previos que fueron tolerados.

Hoy, ningún centro judío puede operar sin protección en Europa. Y eso es una vergüenza. Quizá tengamos solo memoria.

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