Una victoria es una victoria. Ayer se desterraron los peligros inminentes de una regresión lamentable en el corazón de Europa. Pero la felicísima derrota de Le Pen no es suficiente para suspender la amenaza que se cierne sobre Europa.

Mañana, 9 de mayo, es el día de Europa, y muy pocos en el continente festejarán la unión con el Himno de la Alegría. Eso es lo que Europa ha perdido: la alegría. Estar en Europa significaba querer ser de Europa. Hoy, serlo, es prácticamente indiferente, muy poco perceptible para la mayoría. Claro que nos sentimos muy europeos cuando los jóvenes salen de Erasmus, cuando miramos el pasaporte con la estrellas, cuando nos atiende un médico en Florencia igual que en Utrera con nuestra tarjeta sanitaria europea, o si el Tribunal Europeo se carga la cláusula suelo de los bancos patrios, pero no es bastante. La Europa que ambicionábamos construir no era solo un club económico, con una administración ingente, reguladora hasta el extremo en cuestiones incidentales y dolorosamente laxa y permisiva en la imprescindible normativa común de las cosas importantes. Para eso, hoy, ni está ni se le espera.

Yo no puedo trasladar mi receta al conjunto de mis conciudadanos europeos, pero sí mi deseo. La vocación que profeso como ciudadano de la Unión es estrictamente esa: ser ciudadano de la Unión, miembro, por tanto, de un cuerpo político estructurado con una irrenunciable esencia democrática, que esté por encima de los particularismos nacionales o estatales. Creo en una unión federal europea y la defiendo como solución tanto al populismo de derechas o de izquierdas que sacude nuestra conciencia, no solo como europeos sino como seres políticos libres, como a la pesadilla economicista que sataniza cualquier intento de mayor integración porque la Unión para ellos es solo un Mercado Común Europeo, más incluso que cuando se llamaba así. La UE es un mercado, enorme además, pero lo que quiere y debe ser es un espacio social democrático y culturalmente diverso que opere con una sola voz en el concierto mundial.

Hacer una Europa descafeinada, menos agresiva para los que quieren destruir hasta este simulacro, no la hará más cómoda para desactivar sus ataques. Es la versión cobarde de Europa la que, en última instancia, propició el Brexit, la que alienta las incendiarias proclamas de UKIP, la que hace buen caldo para el neofascismo xenófobo de Le Pen o Wilders, la que con su debilidad programada desprograma la posibilidad de una unión real. A diferencia de esta Europa secuestrada por su falta de coraje, propongo el impulso radical del federalismo político europeo: la convicción plena de que una fuerte Europa unida es el camino que tenemos que transitar para decir sin miedo a sus enemigos que si no quieren arroz, dos tazas. Y esto ya, porque los que perdieron ayer también se han levantado hoy.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios