El mal

Un artículo recuerda que la actual subida de las temperaturas se debe a la actividad del volcán de Tonga

El día uno de noviembre de 1755, a primera hora de la mañana, un terremoto redujo Lisboa a una vasta escombrera, causando miles de muertos y provocando la conmoción de toda Europa. El terremoto vino seguido de una formidable ola (la misma que llegaría a Cádiz, como se indica en la calle de la Palma), y un posterior incendio, cuyo aspecto, el de la ciudad azotada por sucesivos desastres, conocemos por los grabados de Le Bas, publicados dos años más tarde. La inmensa obra de reconstrucción, que va desde la praça do Rossio a la solemne arcada de la praça do Comerçio, antiguo Terreiro do Paço, la encargó el rey José I al marqués de Pombal, quien destacó a los arquitectos Eugenio do Santos y Carlos Mardel, este último húngaro, para el diseño de la Baixa, con la suave y ordenada melancolía de sus azulejos.

El terremoto de Lisboa trajo también, como hemos dicho, no solo este hacer ilustrado, del que la Baixa es un ejemplo sumo, sino un debate sobre el mal, que protagonizaron Voltaire, Kant y el picajoso Rousseau, quien se mostró como el más razonable en esta ocasión. Mientras que Voltaire, en su Poema sobre el desastre de Lisboa (1756), aprovechaba para desautorizar a Leibniz y su teoría del mejor de los mundos posibles, Rousseau, en una célebre carta, firmada en agosto del mismo año, le recordaba al señor de Les Delices que la Providencia, tan atacada por Voltaire, no era quien había hacinado a la población en aquellos edificios frágiles e inseguros. Kant, por su parte, se lanzó a especular sobre el origen de los terremotos, cosa que ya había hecho Leibniz en su Protogaea medio siglo antes. De todo lo cual se extrajo, tanto una confianza razonable en los saberes humanos, como cierta sospecha de que la divinidad y la geología acaso no guardaran una relación estrecha. Es decir, de ahí la Ilustración extrae un interrogante sobre el mal, sustanciado en su concepto de lo sublime.

Hoy parecen haberse olvidado ambos extremos. Tanto las capacidades resolutivas del hombre, mucho mayores que entonces, como el albur sísmico, tectónico, etc, a que nos vemos expuestos. En artículo reciente, National Geographic recuerda que la actual subida de las temperaturas se debe, muy probablemente, a la actividad submarina del volcán de Tonga, cuyos efectos quizá se prolonguen durante cinco años. El milenarismo que hoy nos aflige, sin embargo, ha desplazado este debate al terreno de la teología, donde el hombre es ya culpable sin remisión -véase el Génesis y el Paradise Lost de Milton- y solo las bestias, ay, conservan su pureza.

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