Uno puede perderse en infinidad de sitios y hay veces que incluso tiene tan mala suerte que se encuentra de nuevo. La cabeza, que sabe bien del cumplimiento de las obligaciones y de las consecuencias de los dislates, no manda siempre en la voluntad que apuntala el corazón, ése que solo entiende de devociones y de ver pasar los tiempos desde algún rincón que añada belleza a lo que se vive.

Cuento esto porque quiero reconocer una traición. Algunos saben que yo soy de Roma y sabrán también que lo soy por propia voluntad, porque se nace donde uno no decide pero se decide ser de donde uno quiere. Con todo, lo que al final me importa es básicamente eso: ser de donde me dé la real gana, sin más explicación que mi propia voluntad. Pues en éstas resulta que cuanto más me involucro en los lugares que voy pisando, con más o menos firmeza, me sacuden a ratos unas dosis de realidad infame que me atrapan al territorio, pero no como yo quisiera, para afinarme o mejorarme, sino para arrastrarme a la monotonía y al desencanto. Por fortuna, como ya tengo entrenamiento conmigo mismo y me conozco algo, suele durar poco porque la responsabilidad y el oficio de tratarme contrarrestan la tentación de hacerme hippy de inmediato. Pero, si se quiere saber la verdad verdadera, no sé bien si es por buena o mala fortuna que abandone por tantas razones de peso esa vocación.

Vale, vuelvo a la traición. Como me da por sufrir, sin motivo aparente, la rutinaria cadencia de la vida, me escapo de cuando en cuando y, aunque siempre quiera volver a Roma, cada vez más me voy en busca de cualquier sitio con Luz. Y esa luz viene siendo, con mucho en los últimos años, Portugal y, de Portugal, Lisboa.

Hace nada, ayer, estaba volviendo y ya la echo de menos. Ha sido fugaz. Solo un par de días, pero vengo alimentado. No me refiero a ninguno de los pecados que, por comer, debe uno cometer en Lisboa, ni me refiero tampoco a la explosión de belleza que uno admira en cualquier esquina de Baixa, del Carmo, de Graça, de Belém, o de la Plaza del Comercio, que enseña al mundo cómo abraza al Tajo la mar océana. No son tampoco sus gentes, siempre amables, siempre de casa. Es el detalle. Es la luz.

La luz que yo digo es la que habita en la sorpresa y la emoción de mi madre, la que se mueve en la sonrisa cómplice de mi mujer, la que conversa con cualquier persona en cualquier circunstancia, la de un bocadillo de queso y una cerveza en un tranquillo de Alfama para darle sentido a un día cualquiera, la de un chiquillo en brazos de una mujer buena en un tranvía atestado de vuelta, la de un taxista que corre más de la cuenta, incluso allí, para ayudarte un poco, la luz de la vida que es más porque tienes una hora menos y te sabe infinito. Esa luz.

Y eso, Roma, no debe molestarte al fin. Al cabo, traiciona la propia vida. Tú eres la ciudad. Pero nos queda el mundo.

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