La luz de nuestra sombra

Metí la mano en el saco de las bolas de cristal e hice una inmersión en la huerta de la casa de mi infancia

El pasado miércoles debió ser uno de esos días que nacen para que renazca mi tierno pasado. Ahora se ha puesto de moda usar las botas altas. Como soy conservadora de ropa y paciente para que la moda vuelva a actualizarse, recuperé unas botas altas de hace más de quince años que guardaba en una de las cajas del altillo de mi armario. Al ponérmelas sentí las sensaciones de cuando caminaba cada día por Sevilla. Introduje el pie y la bota tenía la memoria dentro de su cremallera. Las calles que recorrieron esta semana eran de otra ciudad. De Madrid. Y dejé que mi querido amigo José Pinto me llevara a descubrir nuevos rincones de la ciudad que, normalmente, siempre me sorprenden provocándome intensas emociones. Son muchas las veces que he paseado por la calle Cervantes. Y al contrario de lo que escribió mi admirado editor, Luis Sánchez-Moliní, sobre cómo van desapareciendo las tiendas de nuestro barrio en pro de las tiendas on line, de los comercios difuntos, encontré una que recupera nuestras sombras que en sus años fueron nuestra luz. El paseo es una joya que brilla en nuestro espíritu. Caminamos lento, lo que nos permite gozar de cada detalle. Con gran alegría pude descubrir que ya anuncian la Casa natal de Miguel de Cervantes más allá que la piedra que lo recuerda. La calle luce hermosa y fresca por la apertura de varias nuevos comercios. Uno de ellos se llama Real Fábrica Española. Desde sus escaparates ya se pueden ver expuestos auténticos y deliciosos productos de creación española. Recorren España para reencontrar nuestros productos centenarios más entrañables. Y me encontré con una maravillosa caja de canicas y otra de tabas. Yo jugaba a las canicas con mis tres hermanos varones. Cuando la abrí y metí la mano en el saco de las bolas de cristal hice una inmersión a la huerta de la casa de mi infancia. Los cuatro hermanos jugábamos hincados de rodillas en el suelo tratando de que chocaran unas bolas con otras hasta llegar a introducir una de ellas en el Guá. Andábamos a gatas por la tierra, jugando horas en cuclillas, nos bañábamos en polvo, en el suelo y entre hierbas. Las uñas se nos pintaban de tierra a la francesa que luego nos teníamos que limpiar con un palillo de dientes. Hice lo mismo con las tabas que mi padre me sacaba del matadero. Eran huesos de cordero que yo pintaba de colores con los pintauñas de mi madre. Viajé hasta mi infancia con un realismo formidable, desde los pies hasta las manos. Pero ante todo se hizo la luz en la preciosa sombra del pasado.

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