El estado de alarma ha terminado. Noventa y nueve días que quedarán para la memoria de este país porque han sido la anomalía más importante de nuestra democracia desde que la recuperamos. Nadie discute en el fondo que fuera necesaria para contener el contagio y evitar el colapso sanitario. La única manera que se advirtió entonces fue decretar el confinamiento obligatorio, una limitación inédita de nuestras libertades. El estado de alarma, tampoco lo discute nadie, es una herramienta constitucional, excepcional y sometida a un régimen de ratificación parlamentaria, pero constitucional. Sirve para lo que sirve y después se debe recuperar, con toda normalidad, la libertad, porque eso es justo lo que hemos tenido limitado.

Que el estado de alarma fuera necesario, justificado y constitucional no lo convierte en inatacable, incontrolable, ni mucho menos supone celebrar la limitación porque nos la mereciésemos, como el mejor jarabe recetado. Recuperar la libertad perdida, suspendida en aras de una finalidad colectiva apreciable (contribuir a que la sanidad pudiera lidiar mejor con el virus que se ha llevado por delante medio millón de vidas en todo el mundo, a día de hoy, porque el virus, a diferencia de los muertos, sigue vivo), no justifica suspender el pensamiento crítico, la libertad de opinión y la evaluación de una gestión, a veces lenta, a veces precipitada, y, casi siempre, opaca y soberbia, que ha tratado a la mayoría de los ciudadanos como menores de edad, incapaces de comprender la gravedad de la situación o de valorar el acertado esfuerzo ingente de la administración. Ni somos, ni éramos, menores de edad, ni el esfuerzo de la administración, que obviamente ha existido, ha sido siempre acertado.

En este país, durante el estado de alarma, se han repartido demasiados carnets de buenos y malos, de patriotas y de traidores, de sensatos e irresponsables, de progresistas y de fascistas. Todo muy maniqueo. Todo muy radical. Ha cambiado casi todo, pero sigue lo de siempre. Quienes han gestionado desde la política la mayor crisis sanitaria que recordamos no deberían sentirse ufanos y tampoco quienes se han opuesto a la gestión realizada, no por el fondo de lo hecho, sino por quién lo hacía. Costará deshacerse de la triste moraleja que nos dejan: ese soniquete de que todos son iguales, ese lamento quedo de que ninguno vale una figa. ¡Qué pena que los hayan hecho ciertos!

En este país, durante el estado de alarma, han crecido gigantes. Estaban en los balcones, en los hospitales, eran los jóvenes que bajaban la basura de los viejos, los que iban cumpliendo las normas, arrimando el hombro, apretando los dientes y el paso para seguir. Y eso ha sumado más que la resta. Y deben, ellos sí, sentirse ufanos. Porque han hecho país. Y ése, que se han echado a la espalda, merece la pena. Para unos y otros ha vuelto la libertad. Ojalá la usemos para quitarnos lastre. Porque merecemos volar.

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