No todos los días tiene uno la oportunidad de dialogar con personas que, de verdad, están comprometidos con la sociedad y con quienes más lo necesitan. Yo la tuve hace unos días, cuando en un desayuno coloquio organizado por el Día y el Cabildo Catedral de Córdoba pude escuchar al padre Ángel. Se trata de un personaje peculiar, en el buen sentido de la palabra. Sólo atender a sus exposiciones públicas en los distintos medios ya te llevan a pensar que se trata de un hombre de firmes convicciones, modesto e involucrado en esas causas que provocan admiración. De hecho, fundó hace más de 40 años Mensajeros por la Paz, que a día de hoy es toda una referencia mundial en la atención a los pobres. Aunque contaba ya con algunas referencias sobre el personaje y su manera de ser, reconozco que me impresionó de una manera extraordinaria.

Lo más lógico -sobre todo para una persona que maneja datos y que está tan pegado a la calle como Ángel García Rodríguez- era proponer un discurso en el que no sólo se apelara a las conciencias de los oyentes con una llamada a la solidaridad, sino que además se pusiera sobre la mesa las miserias de la sociedad actual, el cómo a veces miramos para otro lado para no ver lo que tenemos delante, cómo dejamos el protagonismo a otros a la hora de abordar cuestiones como la pobreza y puntualmente aportamos nuestro granito para tranquilizar a nuestras conciencias. Lo fácil era eso, lanzar un mensaje de culpa general para que salgamos de nuestra zona comodidad y confort.

Pero no. Ni un solo reproche en toda su intervención y en el posterior debate. Ni un gesto a modo de arenga para movilizar al auditorio. Y es que el padre Ángel nos dio una lección a todos para reivindicar no sólo que -como él repitió en varias ocasiones- "otro mundo es posible", sino de que hay distintos caminos para despertar nuestras conciencias. Optó por otra vía, si me apuran mucho más efectiva y demoledora, como es la defensa de los valores que tiene toda la sociedad y que sólo hay que impulsar. Así, el padre Ángel se refirió a esa "explosión de solidaridad" que está latente hoy en este país, una solidaridad que defendió "no es patrimonio de nadie". Reconoció que la pobreza infantil es un problema urgente, pero sin recriminar nada a nadie. Pero además, defendió que "debemos creer en nuestros políticos" y que en sus acciones está la solución a las injusticias del mundo. Fue sin duda una inyección de optimismo a todos y cada uno de los que le escuchábamos, porque además introdujo conceptos novedosos como el de la pobreza digital o el convencimiento de que esas dificultades por las que atraviesan millones de personas en el mundo "es un problema económico y político".

No ocultó su admiración por el Papa Francisco, por la labor solidaria que lleva a cabo la Iglesia y otras entidades sociales, a las que reivindicó como necesarias independientemente de su afinidad política o religiosa. Tuvo igualmente la inteligencia para resumir lo que podríamos considerar los "mandamientos" de la bondad y reclamó sólo tres acciones diarias a todos: pedir perdón, decir te quiero y dar las gracias, todo ello sin olvidar un beso. Toda una lección. Gracias.

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