El ideal andaluz

Políticamente irrelevante, el discurso de las esencias maltratadas encubre una evidente falta de ideas

Como construcción intelectual, el andalucismo es una seudoideología felizmente confinada al desván de las curiosidades de época. Tuvo sus libros de cabecera, que alternaban pasajes de razonable autonomismo con desvaríos fantasiosos o involuntariamente cómicos, y su desdichado mártir, un buen hombre que fue vilmente asesinado y al que apena ver -en esto como en todo, la herencia del franquismo ha sido nefasta- convertido en el improbable padre de una patria inexistente. El atraso histórico de Andalucía, comparable al de otras regiones españolas y europeas, tiene razones perfectamente explicables y ninguna de ellas guarda relación con un supuesto proceso de aculturación ni con la negación de su identidad por una potencia opresora. Al Ándalus, hermoso nombre de la España islámica, vivió momentos de indudable esplendor, sobre todo en el tiempo de la dominación omeya, junto a otros de no menos indudable retroceso, dejó una huella profunda en la cultura de la península y puede ser estudiado como base de algunas de nuestras singularidades, que ni datan sólo de entonces -hablamos de una tierra milenaria, la más antigua de Occidente- ni son específicamente andaluzas. Políticamente irrelevante, el discurso de las esencias maltratadas se cuela a veces en las declaraciones de dirigentes mediocres que no tienen otra cosa que ofrecer a los sufridos ciudadanos de la región, tan huérfanos de verdaderos estímulos, y recurren a la consabida mentalidad del agravio -por desgracia rentable en otras latitudes- para encubrir su evidente falta de ideas. En el fondo reaccionarios, los voceros más reivindicativos consideran que somos un pueblo sometido y necesitado de redención, pero no hay más que escuchar a los aspirantes a libertadores para ver que sería de ellos, llegado el caso, de los que habría que emanciparse. Es sin embargo en el mundo de la cultura y sus aledaños, incluidas las terminales periodísticas o universitarias, donde las manifestaciones del orgullo patriótico muestran su faceta más pintoresca. Más allá de los argumentos, que llegan a bordear lo sonrojante, no se comprende la reiterada apelación a la salvaguarda de unas señas que o no parecen tales o no corren, más bien al contrario, peligro ninguno, pues no dejan de ser promovidas desde los mil organismos adscritos a la administración autonómica. El ideal andaluz, en fin, no puede ser otro que la convivencia en igualdad, sin complejos ni pleitos absurdos, con las regiones hermanas, partes de una comunidad a la que los nacionalismos -hoy como ayer- no han aportado nada.

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